Dom. May 19th, 2024

William Faulkner

Cuando murió la señorita Emily Grierson fuimos todo el pueblo a su entierro: los hombres fueron por una especie de respetuoso afecto por un monumento caído, y las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, salvo su viejo criado —mezcla de hortelano y cocinero—, había visto en los últimos diez años.

Era una construcción de madera, grandona y tirando a cuadrada, que en sus buenos tiempos fue blanca, adornada con cúpulas y torretas y balcones con volutas, muy del orden recargadamente liviano que se estilaba en la década de 1870, erigida en la que había sido en su día nuestra calle más selecta, sólo que los talleres de automoción y las desmotadoras de algodón habían ido multiplicándose hasta borrar incluso los augustos nombres de ese barrio, donde sólo quedó en pie la casa de la señorita Emily, que aún ostentaba su terca y coqueta decadencia por encima de los remolques cargados de algodón en rama y los surtidores de gasolina: un adefesio entre tantos adefesios. Y así llegó el día en que la señorita Emily fue a reunirse con los representantes de aquellos augustos nombres allí donde descansaban, en el cementerio que desconcertaban los cipreses, entre las hileras de tumbas anónimas en las que yacían los soldados de la Unión y también los confederados que perdieron la vida en la batalla de Jefferson.

En vida, la señorita Emily fue una tradición, un deber, una devoción, una suerte de obligación hereditaria que el pueblo había asumido, y que se remontaba al día de 1894 en que el coronel Sartoris, a la sazón el alcalde que promulgó la ordenanza en virtud de la cual ninguna negra podía pisar la calle si no llevaba el delantal puesto, le condonó los impuestos que adeudaba al municipio, dispensa vigente desde el día en que falleció su padre y a perpetuidad. No es que la señorita Emily hubiese aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una complicada historia con el fin de que se supiera que el padre de la señorita Emily había prestado dinero a las arcas municipales, y que el municipio, por su propio bien y el de sus habitantes, prefirió devolverlo de esta manera. Sólo un hombre de la generación del coronel Sartoris, sólo un hombre que pensara como él, pudo inventar semejante historia; sólo una mujer como ella pudo creérsela.

Cuando llegó la siguiente generación con sus ideas más modernas, cuando les tocó a los jóvenes ser alcaldes y concejales, esta disposición dio pie a ciertas insatisfacciones. El primero de año se le envió una notificación fiscal. Llegó febrero sin que se recibiera respuesta. Le escribieron una carta en términos formales, con la cual se le pidió que tuviera la amabilidad de pasar por el despacho del oficial del juzgado cuando a ella le resultara más conveniente. Al cabo de una semana le escribió el alcalde en persona, que se ofreció a visitarla en su domicilio o a mandarle un coche a que la recogiera, y recibió por respuesta una nota en un tarjetón de tamaño arcaico, escrita con trazos finos, continuados, con tinta desleída, para comunicarle que ya nunca salía de casa. La notificación fiscal iba adjunta al tarjetón sin el menor comentario.

Se convocó una reunión especial del consistorio. Fue a visitarla una delegación, que llamó a la puerta que no había franqueado un solo visitante desde que ella dejó de impartir clases de pintura sobre porcelana unos ocho o diez años antes. Les hizo pasar el viejo negro a un recibidor en penumbra, del cual arrancaba una escalera que se perdía en más sombras. Olía a cerrado, a falta de uso: un olor a humedad. El negro los condujo a la sala. Estaba amueblada con muebles recargados, tapizados en cuero. Cuando el negro abrió los postigos de una de las ventanas vieron que el cuero estaba resquebrajado; cuando tomaron asiento, un tenue polvillo ascendió perezoso para posarse sobre sus muslos, motas que giraban lentas al sesgo del único rayo de luz. En un caballete sobredorado, sin lustre, ante la chimenea, reposaba un retrato a carboncillo del padre de la señorita Emily.

Se pusieron en pie cuando entró ella, una mujer menuda, entrada en carnes, con una fina cadena de oro que descendía hasta su cintura y desaparecía por dentro del cinturón, apoyada en un bastón de ébano con empuñadura de oro, sin brillo. Su esqueleto era menudo y cenceño; tal vez por eso, lo que hubiera sido mera gordura en otra persona era en ella obesidad. Parecía hinchada, como un cuerpo que llevara mucho tiempo sumergido en agua estancada, y era de esa misma tonalidad pálida. Sus ojos, perdidos entre los gruesos pliegues del rostro, parecían dos pedazos de carbón apretados en un montón de masa de harina según fueron pasando de un rostro a otro, a la vez que los visitantes le comunicaban su recado.

No les ofreció que tomaran asiento. Permaneció en la puerta y escuchó en silencio hasta que el portavoz hizo un alto en su trompicada exposición. Oyeron entonces el reloj invisible que emitía un tic-tac al término de la cadena de oro.

Habló con mordaz frialdad.

Yo no pago impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo aclaró. Tal vez alguno de ustedes pueda acceder a los archivos municipales para satisfacerse.

Pero es que ya lo hemos hecho. Somos las autoridades municipales, señorita Emily. ¿No recibió usted una notificación del oficial del juzgado, firmada por él?

He recibido un papel, en efecto —dijo la señorita Emily—. Es posible que se considere el oficial del juzgado, pero… yo no pago impuestos en Jefferson.

En los archivos no hay nada que lo indique, dese cuenta. Hemos de cumplir con la

Vayan a ver al coronel Sartoris. Yo no pago impuestos en Jefferson.

Pero verá usted, señorita Emily

Vayan a ver al coronel Sartoris —dijo. (El coronel Sartoris llevaba casi diez años muerto)—. Yo no pago impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —apareció el negro—. Acompaña a estos señores a la puerta.

II

Así los derrotó, a caballo y a pie, tal como había derrotado a sus padres treinta años antes por aquello del olor. Fue dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —el que pensamos que había de casarse con ella— la abandonase. Tras la muerte de su padre apenas salió a la calle; tras el abandono de su prometido prácticamente no la vio nadie una sola vez. Algunas de las señoras del pueblo tuvieron la temeridad de visitarla, pero no fueron recibidas; la única señal de vida en la casa era el negro, que entonces era joven, cuando entraba y salía con un cesto de la compra.

Como si un hombre, el hombre que sea, supiera mantener una cocina como es debido —dijeron las señoras, y por eso no les sorprendió cuando empezó a notarse el olor. Fue otro lazo de unión entre la grosería y el bullicio del mundo y los encumbrados y poderosos Grierson.

Una vecina, una mujer, fue a quejarse al alcalde, el juez Stevens, que tenía ochenta años.

¿Y qué pretende que yo le haga, señora? —dijo.

Pues mandarle aviso para que ponga fin a eso —dijo la mujer—. ¿O no hay una ordenanza que lo prohíba?

Estoy seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Seguramente será una culebra o una rata que habrá matado en el jardín ese negro que tiene. Yo hablaré con él.

Al día siguiente recibió más quejas, una de un hombre que le manifestó su tímida reprobación.

La verdad es que algo tenemos que hacer con esto, señor juez. Por nada del mundo quisiera yo molestar a la señorita Emily, pero algo tenemos que hacer.

Esa misma noche se reunió el consistorio, tres hombres que lucían barba entrecana y uno más joven, perteneciente a la nueva generación.

Es muy sencillo —dijo—. Basta con mandarle aviso de que limpie su parcela. Se trata de darle un plazo razonable, y caso de que no lo haga

No me venga con pamplinas, caballero —dijo el juez Stevens—. ¿Acusaría usted a una dama de oler mal, y además diciéndoselo a la cara?

Al día siguiente, pasada la medianoche, cuatro hombres atravesaron la parcela de la señorita Emily y a hurtadillas recorrieron los cimientos de la casa como si fueran ladrones, olisqueando el enladrillado y los ventanucos del sótano al tiempo que uno de ellos gesticulaba continuamente como si sembrase, introduciendo la mano en un saco que llevaba al hombro. Abrieron la portezuela del sótano y allí, así como en los cobertizos anexos, rociaron el suelo con cal viva. Cuando atravesaron la parcela para marcharse, una ventana que había estado a oscuras se iluminó, y en ella apareció enmarcada la señorita Emily, con la luz a su espalda, el torso erguido e inmóvil como el de un ídolo. Sigilosos, a gachas, se alejaron por el césped hasta la sombra de los algarrobos que jalonaban la calle. Pasada una semana, o dos a lo sumo, desapareció el olor.

Fue entonces cuando los del pueblo empezaron a tener verdadera lástima de ella. Tras recordar cómo se había vuelto completamente loca, muy al final, la vieja señora Wyatt, que era su tía abuela, los del pueblo dieron en pensar que los Grierson realmente se daban demasiadas ínfulas teniendo en cuenta quiénes eran en realidad. Ninguno de los jóvenes daba del todo la talla para la señorita Emily y sus semejantes. Desde mucho antes los considerábamos figuras estáticas en un cuadro, la señorita Emily con su esbeltez, de blanco, al fondo, su padre una silueta espatarrada en primer plano, de espaldas a ella, con una fusta en la mano, enmarcados los dos por la puerta de la casa, abierta de par en par. Cuando ella cumplió treinta años y seguía soltera no es que nos alegrase exactamente, aunque sí nos confirmó nuestra impresión; a pesar de la locura hereditaria que asolaba su familia, nunca habría rechazado ella a sus pretendientes si realmente se hubieran llegado a materializar.

Con la muerte de su padre, se corrió el rumor de que la casa era todo lo que a ella le quedaba, y en cierto modo la gente del pueblo se alegró. Por fin podrían compadecerse de la señorita Emily. Al quedarse sola, y en la indigencia, se había tornado humana. También habría de conocer ella esa antigua emoción, esa desesperación antigua que se vive con un centavo de más o de menos.

Al día siguiente de su muerte, todas las damas se dispusieron a visitarla y a darle el pésame y a ofrecerle ayuda, según es costumbre entre nosotros. La señorita Emily las recibió en la puerta vestida como de costumbre, sin rastro de pena en la cara. Les dijo que su padre no había muerto. Eso mismo hizo a lo largo de tres días, con los clérigos que fueron a verla, con los médicos que trataron de persuadirla de que les permitiese ocuparse del difunto. Cuando a punto estaban de recurrir a la fuerza de la ley, se vino abajo y pudieron enterrar rápidamente a su padre.

No dijimos entonces que estuviera loca. Creímos que no le quedó más remedio que hacer lo que hizo. Recordamos a todos los jóvenes a los que su padre echó de su casa sin contemplaciones, y supimos que como ya no le quedaba nada hubo de aferrarse con uñas y dientes a lo que precisamente la desposeyó de todo, como suele suceder.

III

Estuvo mucho tiempo enferma. Cuando volvimos a verla apareció con el pelo muy corto, con un aire de muchachita, con un vago parecido con los ángeles de las vidrieras en la iglesia, entre trágica y serena.

El municipio acababa de contratar la pavimentación de las aceras; el verano siguiente a la muerte de su padre comenzaron las obras. La empresa constructora apareció con negros, mulas, máquinas, y con un capataz llamado Homer Barron, un yanqui robusto, moreno, bien dispuesto, con un vozarrón tonante y los ojos más claros que la cara. Los niños lo seguían en grupos para oír cómo insultaba a los negros y para oír a los negros cantar a la vez que levantaban los picos y los hundían en tierra. No tardó en conocer a todo el pueblo. Siempre que se oían risas por la plaza estaba Homer Barron en el centro del corro. A su debido tiempo empezamos a verle con la señorita Emily los domingos por la tarde en la calesa de ruedas amarillas, con la pareja de caballos bayos alquilados en la caballeriza.

Al principio nos alegró que alguien se interesara por la señorita Emily, porque las señoras dijeron que, “como es natural, una Grierson no tomará en serio a un norteño, a un jornalero”. Pero hubo otros, personas de mayor edad, que afirmaron que ni siquiera la pena bastaría para que una verdadera dama olvidase eso del noblesse oblige, aunque sin llamarlo noblesse oblige.

Pobre Emily —se limitaron a decir—. Sus parientes deberían echarle una mano.

Tenía familia en Alabama, aunque años atrás su padre había reñido con ellos por la herencia de la vieja señora Wyatt, la loca, y ya no existía comunicación entre ambas ramas de la familia. Ni siquiera mandaron representación al entierro.

Y tan pronto dijeron los viejos «pobre Emily», empezaron a circular los murmullos.

¿Usted supone que es así? ¿De veras? —se decían unos a otros.

Pues claro. ¿Qué otra cosa podría ser?

Y todo esto con la mano delante de la boca, con el susurro de la seda y el raso al estirar el cuello tras las celosías cerradas al sol del domingo por la tarde, a la vez que pasaba leve y ágil el clop-clop-clop de los caballos emparejados.

Pobre Emily.

Ella iba con la cabeza bien alta, incluso cuando creímos que había caído en desgracia. Era como si más que nunca exigiera el reconocimiento de su dignidad en su condición de última Grierson, como si necesitara ese roce con lo terrenal para reafirmar su carácter inexpugnable. Como cuando compró el veneno para las ratas, el arsénico. Eso fue más de un año después de que comenzaran a decir «pobre Emily», mientras sus dos primas la visitaron.

Quiero veneno —dijo al droguero. Pasaba ya de los treinta y seguía siendo una mujer enclenque, más delgada entonces que de costumbre, con una mirada fría y altiva, en un rostro cuya carne se tensaba sobre los pómulos y en las cuencas de los negros ojos, como cabría suponer que ha de ser la cara del vigilante de un faro—. Quiero veneno.

Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para las ratas y así? Le recom

Quiero el mejor que tenga. El tipo me da igual.

El droguero le enumeró varios.

Podrían acabar incluso con un elefante. Pero lo que usted necesita es

Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?

¿Bueno? ¿El arsénico? Sí, señorita. Pero lo que usted necesita

Quiero arsénico.

El droguero la miró de hito en hito. Ella le devolvió la mirada sin inmutarse, el rostro como una bandera tensada.

Pues claro, cómo no —dijo el droguero—. Si es lo que desea… No obstante, la ley exige que indique en qué lo va a utilizar.

La señorita Emily se limitó a mirarle con el mentón alzado para mejor clavar los ojos en los suyos, hasta que el droguero apartó la mirada y trajo el arsénico y se lo envolvió. El chico negro de los recados fue quien le llevó el paquete; el droguero no volvió al mostrador. Cuando lo abrió, ya en casa, encontró escrito en la caja, bajo la calavera y los huesos cruzados: «Para ratas».

IV

Se va a matar —dijimos todos al día siguiente, y dijimos que además sería lo mejor.

Se va a casar con él —dijimos cuando empezamos a verla con Homer Barron.

Aún le sabrá convencer —dijimos cuando el propio Homer, a quien le gustaba salir con hombres e ir a beber con los jóvenes en el Elks Club, comentó que no era un hombre con ganas de casarse.

Pobre Emily —dijimos más adelante tras las celosías cuando pasaban los domingos por la tarde en la calesa reluciente, la señorita Emily con la cabeza bien alta y Homer Barron con el sombrero calado y un puro entre los dientes y las riendas y la fusta en un puño, en el guante amarillo.

Algunas de las señoras empezaron entonces a decir que era una deshonra para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no quisieron entrometerse, pero las señoras al final obligaron al pastor baptista —la familia de la señorita Emily era episcopaliana— a que le hiciera una visita. Nunca divulgó éste lo sucedido durante la entrevista, pero se negó a repetirla. Al domingo siguiente volvieron a salir en calesa por las calles; al día siguiente, la esposa del pastor escribió a los parientes que tenía la señorita Emily en Alabama.

Así volvió a tener bajo su techo a su parentela, y nosotros esperamos a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Al principio no pasó nada. Luego tuvimos la certeza de que se iban a casar. Supimos que la señorita Emily había estado en la joyería y había encargado varios artículos de tocador para hombre, de plata, con las iniciales H. B. grabadas en cada uno de ellos. Dos días después nos enteramos de que había comprado un traje completo de hombre, e incluso un camisón. «Se van a casar», nos dijimos. Nos alegramos de veras. Nos alegramos además porque las dos primas eran aún más Grierson de lo que nunca fue Emily.

Así que no nos sorprendió que Homer Barron —las aceras estaban terminadas desde algo antes— se marchara. Nos decepcionó un poco que no hubiese aviso público del fin de la relación, y por eso se pensó que se había marchado para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle la ocasión de librarse de las primas. (Para entonces había una conjura; todos éramos aliados resueltos a ayudar a la señorita Emily a que burlase a las primas). Y, cómo no, al cabo de una semana más se marcharon. Y, tal como habíamos supuesto, en sólo tres días Homer Barron había vuelto al pueblo. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina cuando ya anochecía.

Y ésa fue la última vez que se supo de Homer Barron. Y de la señorita Emily durante algún tiempo. El negro entraba y salía con la cesta de la compra, pero la puerta de la casa permanecía cerrada. De cuando en cuando se le veía a ella en una de las ventanas un instante, como les sucedió a los hombres que aquella noche fueron a rociar los cimientos de la casa con cal viva, pero pasó casi seis meses sin aparecer por la calle. Supimos entonces que eso era lo que cabía esperar, como si aquella cualidad de su padre que tantas veces desbarató su vida de mujer hubiera sido demasiado virulenta, demasiado furiosa para morir del todo.

La próxima vez que vimos a la señorita Emily había engordado y peinaba canas. Con los años siguientes el cabello se le volvió cada vez más grisáceo, hasta alcanzar ese tono gris plomo, uniforme, y ya no le clareó más. Hasta el día mismo de su muerte, a los setenta y cuatro años, siguió teniéndolo de ese gris mate, plomizo, como el de un hombre todavía activo.

A partir de entonces, la puerta de su casa permaneció siempre cerrada, salvo durante un período de unos seis o siete años, cuando tendría ella cerca de cuarenta y daba clases de pintura en porcelana. Apañó un estudio en una de las habitaciones de la planta baja, en donde las hijas y las nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris se prestaban a escucharla con la misma asiduidad, con el mismo espíritu con que acudían a la iglesia los domingos, con una moneda de veinticinco centavos para dejar de limosna en el cepillo. Entre tanto, se le dispensó de pagar impuestos.

La nueva generación pasó a ser entonces la espina dorsal y el espíritu del pueblo, y las alumnas de pintura que tuvo en su día crecieron y dejaron de acudir a sus clases, además de no enviar a sus hijas con sus cajas de colores, con los tediosos pinceles, con las ilustraciones recortadas de las revistas para mujeres. La puerta de la casa se cerró por última vez y quedó cerrada para siempre. Cuando se implantó en el pueblo el reparto gratuito de correo, sólo la señorita Emily, entre todos los vecinos, se negó a permitir que colocasen los números metálicos encima de su puerta y no dio permiso para que le instalaran allí un buzón. No les hizo caso.

A diario, mes a mes, año tras año, vimos al negro envejecer, encanecer, encorvarse, entrando y saliendo con la cesta de la compra. Todos los meses de diciembre le enviamos una notificación fiscal, que era devuelta a la oficina de correos al cabo de una semana porque nadie la había recogido. De cuando en cuando la veíamos en una de las ventanas de la planta baja; era evidente que había cerrado la primera planta, como el torso tallado de un ídolo en un nicho; nos miraba o no nos miraba, nunca lo supimos del todo. Así fue pasando de generación en generación, querida por todos, ineludible, inexpugnable, tranquila y perversa.

Y así murió. Enfermó en la casa llena de polvo y sombras, con la sola asistencia de un criado negro que ya estaba gagá. Ni siquiera supimos nosotros que había enfermado; tiempo atrás habíamos dejado de intentar recabar alguna información por medio del negro. No hablaba con nadie, seguramente ni siquiera con ella, pues la voz se le había vuelto ronca y herrumbrosa, como si nunca la utilizase para nada.

Murió en una de las habitaciones de la planta baja, en una cama recia, de nogal, con dosel, la cabeza de cabellos grises apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por la edad y por la falta de luz del sol.

V

El negro recibió a las primeras señoras en la puerta de la casa y las dejó pasar con sus voces calladas y sus cuchicheos, con sus miradas rápidas, movidas por la curiosidad, y desapareció. Atravesó despacio la casa entera y salió por la puerta de atrás. No se le volvió a ver.

Las dos primas llegaron de inmediato. El entierro se celebró al segundo día, y todo el pueblo fue a ver a la señorita Emily bajo una masa de flores compradas, con el retrato a lápiz de su padre meditabundo y ensimismado sobre el féretro y las señoras con sus cuchicheos, macabras, y los hombres más viejos con sus uniformes de confederados bien cepillados para la ocasión, en el porche y en el césped de la entrada, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido coetánea de todos ellos, creyendo incluso, alguno, que había bailado con ella y que acaso la llegó a cortejar, confundiendo el tiempo con su progresión matemática, como les suele pasar a los viejos, para los cuales el pasado no es una carretera que disminuye poco a poco, sino una enorme pradera que ni siquiera el invierno roza, separada de ellos tan sólo por el cuello de botella que forma la decena de años más recientes.

Ya sabíamos que había una habitación en esa región, en lo alto de las escaleras, que nadie había visto en cuarenta años, y que habría que forzar. Esperaron a que la señorita Emily estuviera decentemente enterrada antes de abrirla.

La violencia con que se echó abajo la puerta pareció impregnar la habitación de un polvo que todo lo impregnara. Una capa fina, acre, como de ultratumba, parecía haberse posado en la habitación entera, amueblada y adornada como para una noche de bodas: sobre la cenefa de cortinas de un color rosa apagado, sobre las lámparas de pantalla rosada, sobre la delicada disposición de los frascos de cristal y sobre los efectos de tocador para hombre, de mangos de plata bruñida, una plata tan bruñida que las iniciales inscritas apenas se veían. Entre todos ellos había un cuello duro y una corbata que parecía que alguien se acabase de quitar, que al tomarlos alguien dejaron en la superficie un pálido creciente inscrito en la fina capa de polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, doblado con todo esmero; debajo, los dos zapatos callados y los calcetines olvidados.

El hombre yacía en la cama.

Durante un buen rato allí nos quedamos, contemplando la sonrisa profunda y descarnada. El cadáver aparentemente había yacido alguna vez en la actitud de un abrazo, pero el largo sueño que sobrevive al amor, que conquista incluso la mueca del amor, le había puesto los cuernos. Lo que de él quedaba, podrido bajo lo que quedaba del camisón de dormir, era ya inseparable de la cama en que yacía; sobre él, y sobre la almohada, se había posado esa capa de polvo paciente e inmisericorde.

Vimos entonces que en la otra almohada quedaba la oquedad dejada por una cabeza. Uno de nosotros tomó algo de ella, y al inclinarse, con el polvo seco y acre en las fosas nasales, vimos una hebra de largos cabellos grises como el plomo.

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