Virginia Polvo Escobar
Desde el siglo pasado se ha desarrollado un interés especial por el patrimonio, interés estrechamente vinculado con el proceso de construcción del nacionalismo, el cual se ha orientado, sobre todo, a la valoración de la cultura indígena debido a que se considera que ésta guarda bienes culturales de larga data. En este sentido, un elemento importante que se ha destacado es el arte popular.
Ya desde la década de 1920 y 1930 “llegaba a su máximo el furor por la plástica del indígena… Fue cuando a inundarse México de petates, ollas, huarache, sarapes, rebozos…”, entre otros. En 1921 Gerardo Murillo Coronado, conocido como el Dr. Atl, publicó el libro ‘Las artes populares en México’ y el 19 de septiembre año se montó la exposición ‘Arte popular del centenario’, donde el presidente de la república, Álvaro Obregón, pregonaba con gran orgullo que era “la primera manifestación pública que se había hecho en México para rendir homenaje oficial a las artes nacionales…”. De forma paralela, en esa época el secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, dio gran impulso a la difusión de las artesanías, entonces también llamadas “industrias vernáculas”. En adelante, el arte popular se resaltó en muchos ámbitos de la vida cultural, como por ejemplo en las pinturas murales de Diego Rivera.
Era, en efecto, la primera época en la que de forma sistemática se reconocía el arte popular mexicano como una de las manifestaciones populares más ricas de la nación, con sus múltiples diferencias a lo largo y ancho del país. Al hacerlo se lograron identificar algunos rasgos distintivos de las infinitas prácticas creativas.
Sin embargo, conceptualizaciones como “artes nacionales” e “industrias vernáculas” llevaban implícitos dos aspectos: por un lado, solo se reconocía como propio de la sociedad mexicana aquello con una fuerte carga cultural de origen prehispánico, dejando de lado que el arte popular, como expresión cultural, está construido a partir de diferentes capas de sentido, en donde el artífice y la sociedad se han nutrido de otras aportaciones culturales como las de occidente, las cuales se han ido apropiando y transformando a lo largo de la historia.
Por otra parte, y de forma contradictoria, el término vernáculo o popular subordinaba la producción artesanal mexicana, al arte “culto” de occidente.
Algo similar continúa ocurriendo hasta la actualidad, ya que, aun cuando ha crecido el interés por la investigación, el conocimiento, el análisis para la promoción, difusión y protección del patrimonio, sigue permaneciendo una serie de problemáticas complejas.
Un aspecto clave es plantear ¿en qué consiste el patrimonio? ¿en qué radica su importancia? Si bien consideramos que el patrimonio es una herencia del pasado, que finca sus bases sobre la cultura, y entendamos a esta como la producción continua de símbolos, valores, actitudes, habilidades, conocimientos, significados, formas de comunicación, de organización, de hábitos y bienes materiales de una sociedad determinada, la que se encarga de actualizarla, transformarla y darle sentido, tendríamos entonces que el patrimonio consiste en la herencia cultural que se transmite y se transforma de generación en generación, dando sentido a los agentes portadores del mismo.
Luego entonces, cuando hablamos de patrimonio cultural nos referimos no solo a bienes tangibles, sino también, y, sobre todo, a bienes intangibles que definen a la sociedad de un espacio específico, la cual reconoce dicho patrimonio como propio, y que la distingue de otras. En este sentido, el patrimonio está estrechamente vinculado con la construcción de identidad, de tal manera que otra problemática es que se ha fragmentado arbitrariamente el patrimonio cultural material del inmaterial, cuando en realidad son indisociables.
Ahora bien, su importancia para la generalidad de una sociedad radica en la escala de valores y en la jerarquización que, en primera instancia, le dan los agentes sociales a los que pertenece el patrimonio; dicho de otra manera, los portadores del elemento. Enseguida se encuentra la valoración que le dan los agentes sociales externos, como investigadores o grupos dominantes como instituciones “oficiales”, tal es el caso de las del gobierno en sus diferentes noveles, o internacionales como la Unesco.
Es decir, el patrimonio cultural cobra relevancia cuando es reconocido por la colectividad en la que existe un sentido de pertenencia y en la que tiene un significado similar para todos, de acuerdo a su pasado o a la trayectoria de vida, es el caso, por ejemplo, de la música de mariachi, de su vestimenta, del sarape o del rebozo, a los que todo mexicano reconoce como parte de su cultura.
Entrando propiamente en materia de arte popular, vamos a ver que, si aceptamos que el patrimonio cultural es la herencia del pasado de una comunidad que ha transmitido sus conocimientos a través del tiempo, comprenderemos que efectivamente el art6e popular tlaxcalteca forma parte del patrimonio cultural, el cual se configura desde la época prehispánica y se enriquece con la introducción de la cultura europea, asiática y árabe. Éste ha sobrevivido hasta nuestros días gracias a los “guardianes del patrimonio”, como llamó Octavio Paz a los artesanos, pero también gracias a la vigencia de las fiestas y tradiciones que constituyen el entramado cultural tlaxcalteca.
Así, no podemos imaginar la fiesta de día de muertos sin petates, ceras, calaveras, sahumerios, cazuelas, cajetes, jarros, chiquihuites y canastas donde se depositan comidas y bebidas tradicionales. O las fiestas patronales, sin los lebrilos para el mole, las cazuelas para el arroz, las ollas para los frijoles y las cucharas de madera para mover y servir estos alimentos.
En Tlaxcala no se concibe el carnaval sin las máscaras de huehue y los profusos bordados de los trajes cuyos materiales y diseños son, sin lugar a dudas, la convivencia del pasado y el presente y la fusión de técnicas artesanales.
En cuanto a los métodos de elaboración, tenemos que la cerámica se produce con técnicas prehispánicas como el modelado en molde, en rollo, a pulso o el denominado entortado, bruñida y esgrafiada, con pastillaje o policromada. Pero también con técnicas europeas como el modelado en torno, vidriada y esmaltada como la talavera, donde se reconocen los estilos chinescos y arabescos que han sido adaptados a la realidad mexicana.
En cuanto a las formas, se conservan los cántaros, múcuras, tinajas, braseros, cajetes, chirimías, ocarinas, entre muchos más de origen prehispánico; así como las vajillas, cazuelas, botellones, tibores, candeleros, candelabros, maceteros, floreros etc., de origen europeo.
Otro ejemplo es el de los textiles de Contla y de Chiautempan. En la época prehispánica se realizaban con telar de cintura y con fibra de ixtle y algodón; brocados o con aplicación de pelo de conejo y de plumas de aves exóticas, destacando, sobre todo, las prendas de vestir para mujer como el quexquémetl, el huipil, el titixtle, los ceñidores y los rolletes para sujetar el cabello. Para el hombre se confeccionaban las tilmas y los maxtlal.
Tanto sus materiales como sus diseños tenían un valor simbólico, ya que denotaban la jerarquía de quien lo portaba y si su uso era cotidiano o ceremonial. En los diseños, sobresalían aquellos que representaban al cosmos, la flora, la fauna y las grecas geométricas que aludían a los cuatro elementos de la naturaleza: fuego, agua, aire y tierra.
Tras la conquista se introdujo el telar de pedales y fibras como la lana y la seda, pero se conservaron los métodos de teñido con tintes naturales. Se originaron prendas como el sarape, derivado de las tilmas y las mantas españolas con diseño de estilo árabe, así como el rebozo, derivado de los ayates, los mamatl y las mantillas españolas.
Actualmente, tanto el sarape como el rebozo de origen tlaxcalteca, son prendas que se elaboran en diferentes regiones de México y representan parte de la identidad nacional, presentes en acontecimientos históricos como la lucha de independencia y la revolución mexicana.
Pero el arte popular como patrimonio cultural vivo, es dinámico y continuamente se recrea en un proceso evolutivo e inacabado que se adapta a las circunstancias del grupo de artífices que lo produce y de la sociedad que lo demanda. En este sentido, la producción artesanal se ha diversificado, a lo largo del tiempo, en sus modos de producción como en sus formas, por ejemplo, en el caso específico de la cerámica, donde de los hornos de leña se pasó al petróleo y actualmente se usan hornos refractarios de gas.
En cuanto a los textiles, se producen otras piezas como paños, bolas, chamarras, prendas de vestir de estilo contemporáneo, tapetes, tapices y gobelinos que semejan una obra de arte, como los famosos tenis que le regalaron al presidente.
Otro caso muy representativo es el de la joyería y orfebrería. En la época prehispánica, según su rol social y sus méritos, portaban joyas de hueso de animales, semillas, piedras, oro, plata, turquesa y chalchihuite o jade, bajo formas como diademas, orejeras, narigueras, bezotes, mejilleras, collares, pectorales, pulseras y anillos.
A la llegada de los españoles, la belleza y el brillo de las alhajas que portaban, fueron de las cosas que más maravillaron a los indígenas. Tras la conquista, la joyería se utilizó más como símbolo de estatus social y se incorporaron piedras preciosas y semi preciosas como esmeraldas, diamantes, corales y perlas.
Arribaron orfebres y lapidarios de Europa, quienes aprovecharon las habilidades y conocimientos de los artífices indígenas, dando origen a los talleres de plateros de oro y plata.
Las damas lucían collares, sortijas, pendientes, arracadas, pulseras, relojes y camafeos de oro y plata con aplicaciones de diferentes piedras preciosas, o bien simples cintillas con algún diamante o esmeralda, así como joyas devocionales como rosarios, relicarios y medallas de cruces.
En el siglo XVI también arribaron otros materiales de menor valor como el cristal veneciano y la chaquira originaria de La India, con la que se elaboraban collares denominados abalorios.
En la actualidad, las comunidades indígenas de Tlaxcala que se ubican en las faldas de La Malintzi, como son San Juan Ixtenco y San Isidro Buensuceso, aún se caracterizan por el uso de joyería antigua como son las soguillas o cambalaches de coral y cuentas de en color rojo, negro, azul y multicolores llamadas de mazorca pinta, con aplicaciones de plata en los que se intercalan “quintos” a manera de columnario, o bien, con las figuras de la virgen de Guadalupe, la virgen de Ocotlán, entre otros santos. En estos collares destacan los de color blanco de pedimento, los de color rojo para la boda y para proteger de envidias y “mal de ojo”.
En las mismas comunidades, el volcán también ha permeado el diseño de sus artesanías. Según la tradición oral otomí, fue la misma Malintzi quien le enseñó a un par de niñas a tejer en telar de cintura y el bordado en pepenado, es por eso que a través de sus artesanías le rinden tributo, porque “es la guardiana del pueblo, es La Grande, La Señora, es quien cuida de sus hijos y proporciona el agua a través del manantial”. De esta manera, tanto en los ceñidores como en las blusas de bordado en pepenado, se representa la flor y la fauna del lugar como ciervos, árboles y “caminos de La Malintzi”, así como otras figuras del paisaje cotidiano como guajolotes, gallos y perros.
De manera similar, los artífices que elaboran bordado nahua en la comunidad de San Isidro Buensuceso, municipio de San Pablo del Monte, también relatan que Malintzi, transfigurada en mujer, fue quien les enseñó el modelo de la blusa tradicional y sus bordados, en los que plasman floripondios, hongos, mariposas y colibríes, propios de esa zona de La Malintzi. En ambos casos se representan también íconos de la identidad nacional como el águila, el nopal, el escudo mexicano y los colores verde, blanco y rojo, como una manera de afirmarse como mexicanos.
Finalmente, es de resaltar que la producción artesanal está bien focalizada en espacios determinados, los cuales están vinculados no solo con su historia, sino también con el medio natural que ha hecho posible su producción, derivado de los recursos naturales que éste ofrece, por tanto, no podríamos pensar en los cestos de El Carmen Tequexquitla si no existiera el medio geográfico que ofrece la palma de sotol con la que se elaboran; o los petates de Santa Anita Nopalucan sin el tule que hasta hace algunos años se obtenía de los cuerpos de agua existentes en el lugar; o el barro bruñido y esgrafiado de Atlahapa, sin los bancos de arcilla de los alrededores. Desafortunadamente hoy en día existe un grave problema por el crecimiento urbano y el cambio climático que está provocando el deterioro o la extinción de los recursos naturales, como la arcilla para la cerámica o las fibras vegetales para la cestería. En este sentido, el reconocimiento y la protección del patrimonio artesanal no debería desvincularse del patrimonio natural.
Como hemos visto, las creaciones de arte popular van desde elementos de uso cotidiano, pasando por el ceremonial hasta el ornamental con un alto grado de complejidad en la ejecución. Cada región de la entidad tiene un concepto y un diseño propio, en el que se mezclan técnicas, materiales, herramientas, formas y diseños de origen prehispánico con otros que han llegado de diversas partes del mundo y que han ido evolucionando en forma cotidiana hasta la actualidad.
Su historia se puede seguir a través de los códices, de los hallazgos arqueológicos, de las crónicas, de las pinturas virreinales, las fotografías como las de Agustín Casasola y de un sinfín de fotógrafos, de las colecciones de museos privados y públicos, así como dela oralidad, por citar solo algunos ejemplos.
En este sentido, el arte popular no solo se constituye como objeto de estudio en tanto patrimonio, sino que, como patrimonio, es evidencia misma para la reconstrucción de la memoria, del devenir histórico y de la construcción de identidades, razón por la cual a las piezas artesanales se les reconoce como piezas parlantes, por el entramado cultural y simbólico que llevan implícito.
Aun cuando el reconocimiento del patrimonio cultural en nuestro país se ha fundado sobre elementos de devienen dela cultura indígena, resulta contradictorio, por ejemplo, que se le ha dado valor a la actividad textil que incluye la elaboración de sarapes, y los bordados nahua y otomí, los cuales, aunque representan a grupos étnicos específicos, tienen una impronta occidental. Es decir, no podemos concebir la elaboración de los sarapes de Contla y Chiautempan sin el hilo de lana, el telar de pedales y los simbolismos de origen árabe. Ni la elaboración del bordado nahua de la comunidad de San Isidro Buensuceso sin la máquina de coser, como tampoco el bordado otomí de San Juan Ixtenco sin el uso de la aguja.
Por otra parte, se han dejado de lado otras actividades aún más emparentadas con las técnicas prehispánicas, como el caso del barro bruñido y esgrafiado de la comunidad de San Sebastián Atlahapa, municipio de Tlaxcala.
Lo anterior evidencia que el patrimonio cultural se legitima en forma simplista desde arriba, en donde las instituciones tienen un papel fundamental, de manera que, en esta valoración y legitimación, necesariamente existe un grado de exclusión.
Por otra parte, en tanto las instituciones promueven el patrimonio con fines comerciales, muchas veces el arte popular se ha descontextualizado, vaciándolo de sus valores profundos que yacen en la esfera de lo simbólico, convirtiéndolo en mero objeto de consumo, que, por si fuera poco, cada vez es menos asequible al común de las personas, por los altos costos de los productos.
En este sentido, es fundamental recuperar y resaltar su valor simbólico, porque en todo caso, es allí donde radica su importancia como patrimonio y como elemento de identidad.
* Ponencia presentada en el marco del Coloquio Historia y patrimonio en Tlaxcala, efectuado 13 y 14 de mayo de 2024 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Tlaxcala.