Mar. Jul 23rd, 2024

Antón Chéjov

Iván Ivanovitch Panihidin palideció y, con voz emocionada, empezó a contar su historia:

—Una densa niebla se extendía por encima de la ciudad, cuando, en la víspera del año nuevo, regresaba yo a mi casa después de haber pasado la velada en la de un amigo. Una buena parte de dicha velada había sido dedicada al espiritismo. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. A la sazón vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; la angustia oprimía mi corazón…

“Tu existencia declina…; arrepiéntete…”, me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: “Esta noche”.

Yo no creo en el espiritismo. Pero las ideas y las alusiones a la muerte me dejan abatido.

La muerte es imprescindible e inminente. Pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele…

En medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; mientras alrededor no se veía ni un ser vivo ni se oía una voz humana, mi alma era presa de un temor incomprensible. Yo, hombre libre de prejuicios, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Tenía la impresión de que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin lanzó un suspiro, bebió un trago de agua y siguió:

—Este miedo irrazonable, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento ululaba en la chimenea, como si se quejara de que lo hubiesen dejado puertas afuera.

“Si hay que creer en las palabras de Espinosa, mi muerte llegará esta misma noche, acompañada de ese ulular… ¡Brrr!… ¡Qué horror!”. Encendí un fósforo. La fuerza del viento aumentó y el gemido se convirtió en un aullido furioso. Los postigos temblaban como si alguien tirase de ellos.

“Desgraciados los que carecen de hogar en una noche como ésta”, pensé…

No tuve tiempo de seguir mis pensamientos, porque cuando la llama del fósforo alumbró el cuarto, un espectáculo inverosímil y pavoroso se ofreció a mi vista…

Lástima que una ráfaga de viento no apagase mi fósforo. De ser así, me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos… Grité, di un paso hacia la puerta y, lleno de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio de la habitación había un ataúd.

La llama del fósforo ardió poco tiempo. Sin embargo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mis pupilas. Era de brocado rosa, con una cruz de galón dorado en la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce, proclamaban que el difunto había sido rico. El tamaño y el color del ataúd indicaban que el muerto era joven y de gran estatura.

Sin detenerme a reflexionar, salí y, como un loco, me lancé escalera abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad. Los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos.

Al verme en la calle me apoyé en un farol y traté de tranquilizarme. Mi corazón latía dolorosamente; tenía la garganta seca… No me hubiera asombrado si hubiese encontrado en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio… No me hubiera asombrado si el techo se hubiese hundido, si el piso se hubiese desplomado… Todo esto es natural y concebible. Pero ¿cómo vino a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd lujoso, hecho evidentemente para una joven rica…

¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un insignificante empleado? ¿Estaría vacío o habría un cadáver dentro? ¿Y quién podía ser la desgraciada que me hizo tan terrible visita?

“Si no es un milagro, será un crimen”, pensé.

Mi espíritu se perdía en un laberinto de suposiciones. En mi ausencia la puerta estaba siempre cerrada, y el sitio donde escondía la llave solamente lo sabían mis mejores amigos. Pero ellos no iban a ponerme un ataúd en mi cuarto. Se podía suponer que el fabricante lo llevó allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin haber cobrado su importe o, por lo menos, un anticipo.

Los espíritus que me habían profetizado la muerte, ¿me habrían provisto también de un ataúd?

Yo no creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo. Pero hay que convenir que una coincidencia semejante desconcierta a cualquiera.

“Es imposible —pensaba—. Soy un cobarde, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan impresionado por la sesión de espiritismo, que los nervios me hicieron ver lo que no existía. ¡Es claro! ¿Qué otra cosa puede ser?”.

La lluvia me empapaba. El viento quitábame el gorro y me levantaba el abrigo… Estaba chorreando… No podía quedarme allí, pero ¿adónde ir? ¿Regresar a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; hubiera enloquecido al volver a ver aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche en casa de un amigo.

Panihidin se secó la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió su relato:

—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que se hallaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Quitándome rápidamente el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y caí desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía con más fuerza. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la claridad no me tranquilizó. Al contrario, lo que vi me llenó de horror.

Vacilé unos segundos y hui como un loco de aquel lugar… En la habitación de mi amigo había un ataúd… ¡de doble tamaño que el otro!

El color marrón le daba un aspecto más lúgubre… ¿Por qué se encontraba allí? No cabía la menor duda: era una alucinación… Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, dondequiera que fuese llevaría conmigo la terrible visión de muerte.

Sufría yo, por lo visto, una enfermedad nerviosa, provocada por aquella sesión espiritista y las palabras de Espinosa.

“Me vuelvo loco», pensaba, aturdido, cogiéndome la cabeza. «¡Dios mío! ¿Cómo remediar esto?”.

La cabeza me daba vueltas… Mis piernas se doblaban… Llovía a mares; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo… Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación y, sin embargo, el temor me atenazaba, mi rostro estaba inundado de sudor, los pelos se me erizaban…

Me volvía loco y exponíame a pillar una pulmonía. Afortunadamente, recordé que en la misma calle vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido a la sesión espiritista. Me encaminé hacia su casa. Como en aquella época aún no se había casado, tenía su cuarto en un quinto piso de una gran casa.

Mis nervios tuvieron que soportar todavía otro choque… Al subir la escalera oí un gran ruido: alguien bajaba corriendo, cerrando con fuerza las puertas y gritando: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Portero!

Unos instantes después vi aparecer una figura oscura que bajaba rodando por la escalera…

—¡Pagostof! —exclamé al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagostof se detuvo y me agarró la mano convulsivamente. Estaba pálido y respiraba con dificultad; su cuerpo temblaba; sus ojos giraban, desmesuradamente abiertos…

—¿Es usted, Panihidin? —me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? ¡Está más pálido que un muerto! ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me infunde usted miedo!

—Pero ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Amigo mío! ¡Qué suerte que sea usted verdaderamente! ¡Qué contento estoy de verlo! Esta maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. ¿No sabe usted lo que se me ha aparecido en mi cuarto? ¡Un ataúd!

Incrédulo, le pedí que me lo repitiera.

—¡Un ataúd! ¡Un verdadero ataúd! —dijo el médico, dejándose caer, extenuado, en la escalera—. No soy un hombre cobarde, pero el propio diablo se asustaría al verse frente a un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista…

Entonces conté al médico, balbuceando, lo de los dos ataúdes que había visto yo también. Durante algunos momentos nos quedamos mudos de asombro, mirándonos. Luego, para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.

—A ambos nos duelen los pellizcos —dijo por fin el médico—. Esto significa que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen de veras. ¿Qué haremos?

Pasó una hora en conjeturas y suposiciones. Estábamos helados y, por fin, decidimos dominar nuestro temor en el cuarto del médico. Previnimos al portero, quien subió con nosotros. Al entrar encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

—Ahora nos enteraremos —dijo el médico, temblando— de si el ataúd está vacío… o habitado.

Después de muchas vacilaciones, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que… el ataúd estaba vacío.

No había ningún cadáver dentro del ataúd, pero sí una carta que decía lo siguiente:

“Querido amigo: Supongo que debes saber que los negocios de mi suegro van mal; tiene muchas deudas. Un día de éstos vendrán a embargarle, lo cual podría significar nuestra ruina y deshonra. Hemos decidido esconder todo lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), tuvimos que poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender nuestra honra y nuestra fortuna, y es en la seguridad de esto por lo que te mando un ataúd, con el ruego de que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd no permanecerá en tu cuarto más de una semana. He mandado un mueble de esos a cada uno de mis amigos, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo. Ichelustin”.

Después de aquella noche estuve enfermo de los nervios durante tres meses. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó su fortuna y su honra. En la actualidad tiene una funeraria y construye panteones. Pero como sus negocios no prosperan, cada noche, al volver a mi casa, temo hallar junto a mi cama un catafalco o un panteón.

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