Mié. Sep 18th, 2024

Piedra de Toque

(Extracto)

En Incesto, Anaïs Nin continúa el relato iniciado en Henry y June (1986). Abarca el agitado periodo de su vida entre octubre de 1932 y noviembre de 1934 y completa el primer volumen (1966) de El Diario de Anaïs Nin, del cual, por razones legales y personales, la autora excluyó buena parte de su vida amorosa. Ahora que prácticamente todas las personas aludidas en Incesto han muerto, no hay razones que impidan la publicación del diario de forma íntegra, tal como ella deseaba. El material se ha ordenado para que de él resulte un libro de extensión legible, sin que se haya omitido nada relacionado con la peripecia emocional de Anaïs.

Para Anaïs Nin, el diario fue su confidente último y lo escribió ininterrumpidamente entre 1914 y 1977. Hasta 1931 no aparecen en él profundas emociones amorosas. Luego, en 1932, conoce en París al escritor-amante que había buscado durante largo tiempo: Henry Miller. Este amor, cuyas fases iniciales describe en Henry y June, fue causa de un doble despertar, como mujer y como escritora, y se refleja con frecuencia de modo desordenado en el diario íntegro, con una prosa que algunos lectores, sin duda, encontrarán sorprendentemente distinta a la prosa poética y pulida del diario expurgado. Pero conviene tener en cuenta que Anaïs escribió su diario al calor del momento, inmediatamente después de los acontecimientos que describe.

La aventura amorosa con Henry Miller continúa en Incesto, pero nunca con la misma intensidad. Anaïs ha llorado la dolorosa experiencia de convertirse en mujer y, ahora, “sus ojos se han abierto a la realidad, al egoísmo de Henry”.

La relación fundamental que se examina en este volumen es entre Anaïs y su padre, famoso pianista y donjuán, divorciado de la madre de Anaïs y casado con una rica heredera cuando Anaïs era todavía una niña. De hecho, Anaïs empezó a escribir su diario en forma de cartas dirigidas al padre, suplicándole que volviera a la familia. A diferencia de su madre y hermanos, Anaïs se negó a juzgar a su padre, a verlo solamente en blanco y negro, sino que resuelve “desvelar su juego”. La relación es de algún modo tragicómica: el padre cree que culmina su carrera de donjuán intentando seducir a su hija, pero Anaïs sabe que ella actúa por consejo de su psiquiatra (y amante), el doctor Otto Rank, para seducir a su padre y luego rechazarlo como castigo por haberla abandonado siendo niña.

Al igual que el primer volumen de los diarios íntegros, este acaba con la ya famosa historia del nacimiento de Anaïs. Pero aquí aparece en un nuevo contexto y a una nueva luz que nos permiten ver con entera claridad la relación con Henry Miller y con el padre.

Cuando la serie del “Diario amoroso” de Anaïs Nin esté acabada en su versión íntegra, dispondremos del extraordinario relato del desarrollo emocional de la vida de una artista creativa, una escritora dotada de la técnica necesaria para describir sus emociones más profundas y del coraje para exponerlas a la luz pública.

Rupert Pole

Albacea, Legado de Anaïs Nin

Los Ángeles, febrero de 1992

23 de octubre de 1932

Siempre creí que era la artista que llevo dentro la que hechizaba. Creía que era mi casa esotérica, los colores, las luces, mis vestidos, mi trabajo. Siempre estuve dentro de la concha de la gran artista que trabaja, temerosa e inconsciente de mi poder. ¿Qué ha hecho el doctor Allendy? Ha dejado de lado a la artista, ha manejado y amado mi alma interior, sin sus antecedentes, sin mi creación. Incluso me ha inquietado su desinterés por la artista y me asombra que se haya apoderado así de mí, tan dépouillée de artificios, de ropajes, de encantos, de elixires. Y esta noche, a solas, a la espera de los visitantes, contemplo esta alma renacida y pienso en cómo han contribuido a ella los regalos de Hugh, Allendy, Henry y June. Recuerdo el día en que di unas joyas a Ethel, la hermana de Hugh. Y hoy, la prima Ana María me da piedras para mi acuario y un pez, nuevo y humorístico, con aletas verdes.

–Quiero ir a Londres contigo –me dice–. Quiero librarte de June.

Y yo me tiendo de espaldas y lloro con gratitud infinita.

Me voy a Londres. Tengo nuevas fuerzas y necesito vencer el dolor que sigue atormentándome. Necesito muchos días para aliviar un poco mi vida o para moverme dentro de mi diario, de mi historia. No puedo, en un día, librarme de la locura. Todavía me quedan horas para retorcerme de dolor, como en un horno, y me sucede cuando Henry me llama por teléfono para preguntarme si estoy bien y le contesto que sí. O cuando se cae una chincheta de un ángulo de la fotografía de “H. V. Miller, gángster-autor”, y me doy cuenta de cuánto me he alejado del verdadero lesbianismo y que es solo la artista que llevo dentro, la energía dominadora, la que se expande para fecundar a las mujeres bellas en un plano difícil de aprehender y que no tiene en absoluto nada que ver con la actividad sexual ordinaria. ¿Quién creerá en el aliento y la altura de mis ambiciones, cuando perfumo la belleza de Ana María con mi conocimiento y experiencia, cuando la domino y la cortejo para enriquecerla, para crearla? ¿Quién creerá que dejé de amar a June cuando descubrí que ella destruye en lugar de amar? ¿Por qué no me sentí arrobada cuando June, una mujer magnífica, se hizo pequeña en mis brazos y me descubrió sus miedos, sus miedos de mí y de la experiencia?

El simoun sopla esta noche. Todo es un torbellino. Es de noche y he sido fuerte todo el día. No debo derrumbarme solo porque sea de noche y esté cansada.

Cuando veo que June está profundamente celosa de lo que he hecho por Henry, le digo que todo lo he hecho por ella.

Ella también me miente y dice que habría querido conocerme antes que a Henry.

Pero yo continúo mi mentira con una verdad: recordé la lástima que sentí cuando leí en las notas de Henry que ella trabajaba para él y para Jean [Kronski] y que una vez, en un arrebato de cansancio y asco, les gritó: “¡Los dos dicen que me quieren, pero ninguno hace nada por mí!”. Le recuerdo esto a June y deseo hacer algo por ella. Pero, tan pronto como lo digo, muere mi deseo, consciente de que es un deseo autodestructivo, que no tengo suficiente vitalidad, que he trabajado mucho para Henry y que no quiero hacer más sacrificios. Y muere mi espontaneidad, y mi generosidad se vuelve una mentira cuya frialdad me estremece, y deseo que los tres seamos capaces de admitir que estamos cansados de sacrificios y de sufrimientos inútiles.

Sin embargo, soy yo quien trabaja para Henry y June, pero con un espíritu rebelde. Consciente de que no hay razón para acusarme o castigarme, de que, por fin, estoy libre de culpa y merezco ser feliz.

June espera que yo diga lo que vamos a hacer juntas mañana por la noche; June cuenta con mi imaginación; June pretende que mi inexperiencia de la vida real me traicione. Ahora que dispongo de una noche para ella, ¿qué haré con la noche y con ella? Soy una escritora de páginas fantásticas, pero no sé cómo vivirlas.

René Lalou es exuberante, enérgico, locuaz e ingenioso. Se sintió muy atraído por mí en contra de mis propios deseos, porque su estupendo equilibrio está muy lejos de mi oscuridad. Pero su exuberancia física pudo con él. Por primera vez fui consciente de mi poder para que un hombre sensato se mostrara poco serio y falto de ingenio. Contemplé cómo su claridad se hacía pedazos. Al final de la velada, René Lalou era un hombre con sangre española en las venas.

Me reí mucho, pero eché en falta mi amor, la cualidad más oscura, más densa de Henry. La brillantez de Lalou y su pasión por lo abstracto me interesaron, pero eché en falta a Henry, lo eché de menos.

Lalou habló en contra del surrealismo y luego me pidió lo que he escrito sobre June. Se burló de las obras para minorías y después dijo que le gustaría que me publicaran en sitios más conocidos que transition.

Esta mañana he recibido una bella carta de Allendy que termina “le plus dévoué, peut-être”, y siento qué profundos caminos ha trazado en mí su extraña devoción, cuán sutilmente me rodea, sin tragedia ni sensacionalismo. Me siento como una persona drogada, enferma, que una mañana despierta a una claridad idílica: renacida.

¡Qué gran esfuerzo para librarme de la oscuridad y la asfixia, del enorme dolor que me ahoga, de mi propia laceración inquisitiva! Allendy me examina con amor doble –sus extraños ojos, su boca y sus manos cálidas–. Pero no quiero dar más, solo quiero tenderme de espaldas y recibir regalos. June tiene mi capa negra, pero con ella le di mi primer fragmento de odio. No estoy en su poder.

Ambos encontraron en mí la imagen intacta de ellos mismos, su respectiva identidad potencial: Henry vio al gran hombre que puede ser; June, su soberbia personalidad. Cada uno se aferra a su imagen buscando en mí la vida y la fuerza.

June, sin seguridad interior, solo puede mostrar su grandeza mediante su poder destructivo. Henry, hasta que me conoció, solo podía afirmar su grandeza en sus ataques a June. Se devoraban mutuamente: él la caricaturizaba; ella lo debilitaba al protegerlo. Y cuando han logrado destruirse, matarse, Henry llora la muerte de June y June llora porque Henry ya no es un dios y necesita un dios para quien vivir.

June quiere que Henry sea un Dostoyevski, pero, involuntaria e instintivamente, se lo impide. Quiere que él cante para alabarla, no que escriba un gran libro. Pero no es culpable de su destrucción. Es su aliento, su afirmación vital, cada movimiento de su yo, lo que confunde, empequeñece y destruye a los demás. Es sincera, intachable e inocente.

Yo he magnificado a Henry. Puedo hacer de él un Dostoyevski. Le infundo fortaleza. Soy consciente de mi poder, pero mi poder es femenino; exige combatir pero no vencer. Mi poder es también el del artista, de modo que no necesito la obra de Henry para magnificarme. No necesito que me alabe y, como soy artista antes que nada, puedo conservar mi yo –mi yo de mujer– en segundo término. No bloquea su trabajo. Doy sostén al artista que hay en él. June no quiere solo un artista, quiere también un amante y un esclavo.

Puedo desatender las exigencias de mi yo, rendirme al arte, a la creación. Sobre todo a la creación.

Y eso es lo que hago ahora: crear a June y a Henry. Alimentarlos con mi fe. En mi fragilidad está el simbolismo de esa frágil consecución que los obsesiona. June ve en mí a la mujer que tras visitar los infiernos sale ilesa y quiere permanecer ilesa. June no perderá su yo, su yo ideal.

Y Henry quiere ser el Dostoyevski ideal. El artista. Encuentra en mí la imagen de esa identidad de artista. Completa, poderosa, ilimitada.

No necesito su arte para glorificarme. Tengo mi propia creación. June, para ser más generosa, debería ser artista.

Gracias a Allendy puedo renunciar a una mera victoria. Amo. Amo a ambos, a Henry y a June.

Y June, que me ama ciegamente, busca también mi destrucción. Mis páginas sobre ella, que son una obra de arte, no la satisfacen. Ignora su fuerza y su belleza y repite la queja de que no es verdad todo lo que digo. Pero en ningún momento me dejo confundir. Con independencia de June, conozco el valor exacto de esas páginas.

Mi obra, pues, en primer lugar. Tambaleante mi poder como artista, ¿qué otro poder me queda? Mi estímulo natural, mi vitalidad, mi verdadera imaginación, mi salud, mi vida creativa. ¿Y qué hará June con ellas? Drogarlas. June me ofrece muerte y destrucción. June me hechiza –habla con su rostro, sus caricias, me seduce, usa el amor que siento por ella para la destrucción–. Una muerte por partida doble. La frescura de mi cuerpo ha de destruirse para que mi cuerpo sea como el suyo. Dice: “Tu cuerpo es tan fresco y el mío tan estropeado”. Y así, ciega, sin nada reprochable, inocente, matará mi frescura, lo intacto que ella ama. Matará todo cuanto ama.

¿De dónde viene este conocimiento oscuro? Del humo, de la locura, del champán, de la intoxicación de las caricias, de los besos y de la exaltación. Estamos en el Poisson d’Or, tocándonos las rodillas, ebrias la una de la otra; y June está embriagada de sí misma. Le ha dicho a Henry que no es nadie, que ha fracasado en su intento de ser un dios y un Dostoyevski, que es ella quien sí es un dios, su propio dios. Así se realiza el milagro. El engaño. Henry está muerto. June ha vuelto a ser aniquiladora. “Henry”, dice ella, “es un niño”. Pero yo protesto y le digo que creo en Henry como artista y luego confieso que lo amo como hombre.

Y entonces me pregunta: “Amas a Henry, ¿verdad?”, y añade que yo hice a Henry mi mayor regalo. Mis ojos se empañan de dolor. Sabía que si lo admitía salvaba a Henry, porque Henry se convertiría de nuevo en un dios. Nadie, salvo un dios –dice ella–, puede ser amado por ella o por mí. Por lo tanto, Henry sería un dios. Y ella, en la inocencia de su enorme egoísmo, me pregunta: “¿Tienes celos de Henry?”.

Dios, ¿yo celosa del amor de Henry por June o del amor de June por Henry?

Es entonces cuando me siento fluida, disuelta, fuyante. Y huyo de la tortura que me espera como un gigantesco exprimidor de sangre que oprimiera mi carne entre June y Henry. Escapo haciendo un esfuerzo sobrehumano para librarme de la destrucción y la locura. Quedo presa por un momento. June advierte en mis ojos el infinito dolor. He hecho a ambos mi gran ofrenda. Entrego el uno al otro, dando a cada uno la más bella imagen de ellos mismos. Soy únicamente la reveladora, la armonizadora. Y cuando vuelven a encontrarse, a ella le doy un Dostoyevski y a él una June creativa. Yo solo quedo aniquilada humanamente. Ambos me han amado.

Mi amor por June y Henry es menor en proporción a mi rebelión contra el sufrimiento. Creo que amo en ellos una experiencia que no pueda destruirme –en la que ya no entro del todo– porque quiero vivir.

Por la tarde. Ha venido Henry y, al principio, hemos estado tensos. Luego ha querido besarme y no se lo he permitido. No, no podía soportarlo. No, no debía tocarme, me habría herido. Le sorprendió. Me resistí. Me dijo que me deseaba más que nunca, que June se había convertido en una extraña, que las dos primeras noches con ella no había sentido ninguna pasión. Que, desde entonces, era como estar con una puta. Que me amaba y que solo conmigo sentía la conexión entre la imagen de su mente y su deseo, que era imposible amar a dos mujeres, que yo había desplazado a June. Antes de decirme todo eso ya me había rendido –la intimidad me pareció tan terriblemente natural: nada había cambiado. Me sentí aturdida, todo me pareció igual. Y yo que había pensado que nuestra relación parecería irreal, que la relación natural entre June y Henry se renovaría. Ni siquiera puede acostumbrarse a su cuerpo; debe de ser porque no hay intimidad entre ellos.

Lo miré todo como si se tratara de un fenómeno. Después de ocurrirme esto con Henry es posible creer en la fidelidad amorosa. Repaso sus últimas páginas sobre el regreso de June y las encuentro vacías de emoción. Ella ha agotado sus emociones, las ha exagerado. Luego, todo el asunto me parece irreal y tengo la impresión de que Henry es el más sincero de los tres y que June y yo, o yo sola, lo engañamos.

Ya no hay tragedia. ¡Henry y yo nos reímos juntos de las múltiples complicaciones de nuestras relaciones!

Tengo miedo de lo que me ocurre. Miedo de mi frialdad. ¿Acaso Henry ha agotado, también, mis emociones por la angustia inconsciente que le produce la amenaza constante de June a nuestra felicidad?

¿O es que lo que a menudo se espera demasiado, la alegría que se desea demasiado, me aturde y soy incapaz de sentirla cuando llega?

June le dice a Henry que he dicho que lo amo. Parece sorprendido.

Quizá cree que estaba borracha cuando lo dije.

–¿Cómo? ¿Qué quieres decir, June?

–Oh, simplemente que te ama, no que quiera acostarse contigo.

Y los tres nos echamos a reír. Pero me preocupa también que June crea tanto en mi amor que, cuando me pregunta si tengo celos de Henry, lo que quiere decirme es que debo eliminar a Henry, odiar a Henry, a causa de mi amor por ella. Recuerdo nuestras caricias anoche, en el taxi, mi cabeza echada hacia atrás bajo sus besos, pálida ella y mi mano en su pecho. No imaginó en ningún momento la escena de hoy. Y unas veces la engañada es ella, otras Henry y otras yo.

Y Allendy y Hugo, los únicos hombres sinceros del mundo, están hablando en este momento, celosos de mí. Infeliz Hugo.

Henry no tiene celos de June, sino de mí, tiene celos y teme que yo ame a June o a Allendy.

Esta noche siento que quiero abarcar toda la experiencia, que puedo hacerlo sin ningún riesgo, puesto que Allendy me ha salvado. Que voy a ir con June a todas partes para adentrarme en todo.

Carta a Henry: Fue estupendo que riéramos juntos, Henry. Cualquier cosa que haya entre June y yo solo sirve para que sienta con mayor confianza mi profundo amor por ti. Es como si estuviera pasando la mayor prueba de mi amor por ti. La mayor prueba de toda mi vida. Y aunque estuviera bebida, drogada, hechizada o cualquier cosa que me perdiera, siempre, siempre estarás tú, Henry… No quiero herirte mencionando a otros. No tienes que sentir celos, Henry; te pertenezco…

Pero mi amor por Henry es un eco profundo, una prolongación profunda de un yo interior con una eterna doble cara. Tengo una doble personalidad. Está mi amor profundo y desinteresado por Henry, que puede cambiarse fácilmente por otro amor. Siento su terminación, igual que siento que el amor de Henry por mí terminará cuando él sea lo bastante fuerte para prescindir de mí.

He hecho la obra de un psicoanalista, una pieza viva de clarificación y orientación. Es verdad, por lo tanto, lo que la astrología dice acerca de mi extraña influencia en la vida interior de los demás.

Je prends conscience de mon pouvoir, de la fuerza de mis sueños. La misma June no tiene verdadera imaginación; si la tuviera, no necesitaría drogarse; June tiene hambre de imaginación. También Henry tuvo hambre. Y ambos me han enriquecido con sus experiencias. Me han dado mucho. Vida. Me han dado vida.

Allendy ha despertado en mí la inteligencia, porque los sentimientos estaban hundiéndome, la vida me estaba hundiendo. Me dio la fortaleza, gracias a la cual libero mis pasiones y mis instintos sin morir, como antes.

A veces me duele que ahora haya menos sentimientos y más inteligencia. Como si antes fuera más sincera. Pero si ser sincera consiste en arrojarse por la borda, es que era la sinceridad de la derrota. Suicidarse es fácil. Vivir sin un dios es más difícil. La embriaguez del triunfo es mayor que la embriaguez del sacrificio.

Ya no necesito hacer tanto para ocultar la inutilidad de mis cambios internos, sustituir para comprender. Necesito hacer poco, pero ese poco me exige un gran esfuerzo.

Por la tarde. Allendy espera que rompa con Henry. Veo a dónde va con sus preguntas. Espera con ansiedad. Y hoy me siento conmovida por sus caricias. Son maravillosas.

Le digo que lo amo. No cree en ninguna dualidad. ¿Lo creería si leyera mis diarios? ¿No son algunas frases que escribo más frías que lo que él imagina de mí?

Esta vez tengo la impresión de estar jugando con Allendy. ¿Por qué? Creo que es más sincero que yo. Me conmueve y me da miedo. ¿Es a él a quien voy a herir –el primer hombrey por qué? ¿O acaso todo esto no es más que mi manera de defenderme de su poder? Sentada aquí esta noche, recuerdo sus manos. Son carnosas, pero las puntas de sus dedos son idealistas. Cómo repasan el perfil de mi cuerpo, cómo hunde su cabeza en mi pecho y huele mi pelo. Cómo nos levantamos juntos y nos besamos, hasta que sentí vértigo. Henry no habría esperado para levantarme el vestido, habría perdido la cabeza.

Luego vuelvo a casa alegre y animada y Hugh me tira sobre la cama, loco de celos, me folla delirante y me rasga el vestido para morderme los hombros. Y finjo complacida, sorprendida por la tragedia de los modales cuando ya no sirven. La pasión de Hugh ha llegado demasiado tarde. Quiero estar en los brazos de Henry –la intimidad– o en los de Allendy –lo desconocido–. ¡Y yo, que siempre había querido que me desgarraran el vestido!

Siento en demasía los alejamientos, los encuentros, las prolongaciones, los nuevos chispazos. Hay en mi cabeza un centro de control, todo diamantino, pero, cuando examino mis emociones, veo que se disparan en direcciones diferentes. Hay una tensión de superactividad, de superexpansión, el deseo de alcanzar de nuevo la cima gozosa que alcanzo con Henry. ¿Podré fundirme con Allendy? No lo creo, porque el mayor gozo, como Henry sabe ya, es intimidad, totalidad, pasión absoluta.

¿Cuántas intimidades hay en el mundo para una mujer como yo? ¿Soy una unidad? ¿Un monstruo? ¿Soy una mujer?

¿Qué me lleva a Allendy? La pasión por la abstracción, la sabiduría, el equilibrio, la fuerza.

¿A Henry? La pasión, la vida ardiente y desmedida, el desequilibrio del artista, la fusión y la fluidez de los creadores.

Siempre dos hombres: el que es y el que ha de ser, siempre el momento alcanzado y el momento siguiente, adivinado demasiado pronto. Demasiada lucidez.

Los celos de Hugh me halagan. Está celoso de Allendy. Mañana irá a decirle que le ha quitado a su esposa, le dirá que está derrotado, que me ha entendido muy bien, todo lo bien que puede un científico, pero que él, Hugh, me posee. Hugh sabe que Allendy quería provocar sus celos, de una vez por todas, para que mostrara agresividad con los hombres y no amor y complacencia, para que se salvara de su pasividad homosexual, por la cual deja que otros hombres amen a su mujer. Sabe que todo esto debe de ser un juego psicoanalítico con un propósito definido, pero en este caso no se trata de un juego, porque los sentimientos de Allendy están involucrados. ¡De modo que lo que Hugh le diga herirá a Allendy! ¡Y Hugh va a herir al hombre que más ama para afirmar su hombría y su amor por mí!

Y mientras Hugh me cuenta todo esto, con su nueva y clara intuición, yo permanezco en silencio, deseando temerosa que no haga daño a Allendy. Pienso ir a verlo y atenuar el efecto de las palabras de Hugh, la historia de Hugh sobre mi vestido roto. Aunque sé que Allendy no va a recibir daño, que está protegido por su tremenda clarividencia. Está tan seguro de que no amo a Hugh; y con cuánta seguridad me espera.

¡Admiro su terrible dominio de sí mismo, de la vida y del dolor!

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