José Luis Mariscal Orozco
Israel Tonatiuh Lay Arellano
(extracto)
Si revisamos la trayectoria de la teoría social (en especial desde la sociología y la antropología), podemos identificar que la idea y el concepto de comunidad han ido modificándose con el tiempo, en parte por los cambios en los paradigmas sobre el análisis de lo social –sus enfoques, énfasis, objetos, etcétera– y también en la misma sociedad; además, las referencias teóricas del siglo XIX y XX por lo regular se quedan cortas para sostener explicaciones de las sociedades contemporáneas.
En general, podríamos decir que la idea de comunidad suele ser idealizada y folclorizada desde la acción pública institucional, y en diversas ocasiones desde la academia o la vida cotidiana de las personas. Esta idealización puede tener su raíz en las definiciones tempranas de Ferdinand Tönnies (1947). Su concepción de comunidad responde a un tipo ideal, por lo que la comunidad (Gemeinschaft) es entendida en relación contrapuesta con la sociedad (Gesellschaft) en términos de sucesión; esto es, la primera es un estadio previo a la segunda1, de ahí que el autor afirmara que el capitalismo es consecuencia de la pérdida de la comunidad.
Así, para Tönnies la comunidad es un organismo natural en el que prevalece una voluntad común, predominan los intereses colectivos, los miembros son escasamente individualizados, la orientación moral e intelectual está dada por creencias de tipo religioso, la conducta cotidiana está regulada por las costumbres, la solidaridad es global y espontánea, la propiedad es común (Gallido, 2001, p. 195).
Para este autor, la comunidad está constituida por tres elementos: el primero tiene que ver con la sangre (el más importante de los tres), el segundo es lugar y el último, la mentalidad. Nisbet (1996) comenta que estos tres pilares se asocian con el parentesco (sangre), la vecindad (lugar) y la amistad (mentalidad). A pesar de que una comunidad puede incluir muchos factores que pueden provocar su desagregación, estos pilares tienden a unificarla.
La sociedad es todo lo contrario: sus miembros actúan de manera individual, por lo cual prevalecen los intereses particulares. Tönnies puntualiza que ésta es una especie de comunidad artificial, donde las personas viven y habitan juntas y que, a pesar de que existen muchos factores unificadores, sus miembros tienden a separarse. Está separación se da en la medida en que surgen diferencias en la actividad social, posición social y estatus, lo que, a su vez, trae consigo poder y riqueza y consolida el individualismo que da soporte a la sociedad (Tönnies, 1972).
Ligado con esta concepción evolucionista de la comunidad, podemos encontrar el estudio de Redfield sobre Yucatán (1941), en el cual crea un modelo al que llama “continuum folk-urbano”, que clasifica a las comunidades y sus procesos históricos. Desde esta lógica, las comunidades pueden ordenarse de acuerdo con el grado progresivo en que se manifiestan caracteres sociales o culturales de las sociedades urbanas. Así, las comunidades se desarrollan en un continuo que va de lo simple (como las rancherías indígenas tradicionales) hasta las sociedades complejas (como el caso de Mérida, en su estudio), además de la existencia de puntos intermedios (por ejemplo, Chan Kom, una comunidad donde existían elementos tradicionales y modernos). Al igual que Tönnies, Redfield define la sociedad folk en contraposición a la sociedad urbana:
La perfecta sociedad folk podría definirse reuniendo en la mente los caracteres que, lógicamente, se oponen a los que encontramos en la población de las ciudades modernas, cuando ya hemos tenido un primer conocimiento de las sociedades no urbanas que nos permita determinar cuáles son, realmente, las características de los habitantes de la ciudad moderna (Redfield, 1942, p. 14).
La sociedad folk es utilizada como un tipo ideal para definir una “sociedad intermedia entre lo primitivo y lo civilizado, cuya cultura fue producto de la fusión de dos tradiciones” (Pérez, Ochoa y Soriano, 2002, p. 83). Para Redfield, la comunidad folk es un pequeño grupo diseminado sobre un territorio, con poca comunicación hacia el exterior, en buena medida aislado. Tiene homogeneidad en sus conocimientos y creencias, e incluso llega a existir semejanza corporal y psicológica entre sus miembros. Dentro del grupo hay un fuerte sentido de identidad y solidaridad grupal, y las relaciones entre sus miembros son personales (no hay relaciones impersonales), puesto que es una sociedad familiar, porque todos son parientes, de alguna manera (Redfield, 1942).
Según este autor, el cambio entre un tipo y otro de agrupamiento humano se da gracias a la difusión de la tecnología, cultura e ideología de parte de la ciudad hacia las comunidades pequeñas tradicionales. Esto contribuye a un proceso gradual de modernización, que se ve reflejado en el declive de la organización social tradicional, la sacralidad y el colectivismo (Redlfield, 1941).
Tanto en Tönnies como en Redfield podemos observar un comunocentrismo, esto es, una supremacía lógica y axiológica de la comunidad sobre la sociedad, donde lo comunitario es preferible a lo societario de forma metafísica y de facto (Álvaro, 2013):
Hoy, como ayer, se invoca a la comunidad cuando se percibe que la sociedad en la que se vive no va bien, cuando el presente social se experimenta como exceso de disociación o como carencia de asociación. En ambos casos se acusa la falta de comunidad. Cada vez que esto ocurre, lo común de la comunidad es invocado, reclamado, exigido. Armados de buena voluntad y siempre con las mejores intenciones; referentes académicos y políticos de las ideologías más diversas apelan a la comunidad, la nombran y la prometen (p. 172).
Sin embargo, en la realidad (y no en el discurso), lo comunitario y su supuesto sentido de pertenencia, así como la homogeneidad social, están ligados íntimamente a la solidaridad del colectivo. En algunos casos, cuando una comunidad ya funciona como un todo y cierra su acceso a otros, se convierte en una comunidad corporativa.
Wolf, en su estudio de comunidades de campesinos en Mesoamérica y Java Central, define a las comunidades corporativas como aquellas “que conservan una perpetuidad de derechos y cierto número de miembros y son colectividades cerradas porque limitan privilegios a sus componentes, desalentando una estrecha participación de sus miembros en las relaciones sociales de la sociedad mayor” (Wolf, 1987, p. 14). Así, los miembros de esta comunidad se obligan unos a otros a redistribuir los excedentes (pobreza compartida como consuelo) y mantener control de la membresía. Este tipo de comunidades existe en…
zonas en las que el poder central no quiere o no puede intervenir en la administración directa, pero en las que se impone a la comunidad rural en su conjunto ciertas obligaciones colectivas en forma de impuestos y trabajos no renumerados, y en las que esta comunidad crea o se reserva mecanismos para administrar sus propios recursos naturales y sociales (Wolf, 1999, p. 22).
Por lo tanto, la creación de comunidad es una respuesta a la sociedad mayor y su función hacia el interior, es nivelar tanto las oportunidades como los riesgos de vida de sus miembros, aunque no por ello los elimina por completo (Wolf, 1987).
Esta cuestión nos hace ver que la comunidad no es parte de una tipología a priori de las relaciones sociales; tampoco es una forma de solidaridad natural con relaciones contractuales, ya que éstas coexisten con las relaciones conflictivas de los grupos y sus intereses. Por lo tanto, el desarrollo de una comunidad no está en función del número de sus miembros ni éste responde a un estadio evolutivo (Gallino, 2001).
Así pues, más que considerar a la comunidad como entidad preconfigurada y tipificada (con supuestos conceptuales e ideológicos), habrá que concebirla como una estructura de análisis de carácter metodológico (Nisbet, 1996), y usar los tipos ideales como una herramienta heurística que sirva para visualizar y objetivar las relaciones sociales. Por ello, la aportación de Weber es relevante para construir una explicación de la organización social y las voluntades.
Aunque Max Weber hace explícita la aportación de Tönnies en su obra, sus propias aportaciones tienden a tomar un sentido un tanto diferente. Para comprender de manera más amplia su concepto de comunidad, será necesario retomar otros elementos clave.
En su libro Economía y sociedad (1981), Weber va colocando cada una de las piezas (en este caso conceptos) como en un rompecabezas, hasta llegar a la definición de Estado moderno e Iglesia. En este “rompecabezas” existen algunas piezas importantes que se ensamblan para obtener el concepto de comunidad. El primero de ellos es la acción social, entendiéndola como aquellas acciones que se orientan por las acciones de otros, en las cuales distingue cuatro tipos: racional con arreglo a fines, cuando las expectativas del comportamiento son utilizadas como medios para el logro de fines racionales; racional con arreglo a valores, cuando se actúa apelando a un valor; afectiva, cuando la acción es determinada por sentimientos; y tradicional, cuando la acción se basa en una costumbre, entendiendo ésta como la probabilidad de una regularidad en la conducta basada en un arraigo duradero.
Por otro lado, la relación social es una conducta que se presenta recíprocamente referida, por lo que supone que hay alta probabilidad de que los sujetos actúen en una forma socialmente convenida. Las relaciones sociales pueden ser abiertas cuando la acción social no se encuentra negada por los ordenamientos que rigen esa relación a nadie que pretenda ser parte de ella; en cambio, son relaciones cerradas cuando la participación es excluida, limitada o sometida a condiciones o por ordenamientos que la rigen.
Los conceptos de relación social y acción social se conjuntan para hacer las definiciones de comunidad y sociedad. La primera se vincula a las relaciones sociales en las que la actitud de la acción social se inspira en el sentimiento subjetivo de los participantes de construir un todo. La segunda, en cambio, es una relación social cuya actitud en la acción social se inspira en una compensación de los intereses por motivos racionales o por unión de intereses con igual motivación.
Weber revisa los diversos tipos de comunidades (doméstica, vecinal, económica, étnica, religiosa y política) y en ellas está presente la diferenciación entre una comunidad caracterizada por un sentimiento de unión, en oposición con la sociedad con intereses racionales. Aunque sigue existiendo una oposición como en Tönnies y en Redfield, ésta no se define por una valoración axiológica a priori, sino por una caracterización de la acción social racional o afectiva, y deja fuera las nociones de sangre, parentesco y mentalidad.
¿El sentimiento subjetivo de la comunidad sólo se da en colectividades cuyos individuos interactúan cara a cara? ¿Qué pasa con esos individuos que comparten una identidad, pero no coinciden ni en el tiempo ni en el espacio de manera simultánea? Una mirada al análisis de las naciones como comunidades de sentido, puede aportar algunos elementos que nos faltan.
Anderson concibe la nación como una comunidad políticamente imaginada, la cual tiene cuatro particularidades: la primera es imaginada en el sentido de que los miembros en su totalidad nunca se podrán reunir y convivir cara a cara en un mismo espacio y tiempo; sin embargo, en cada uno de ellos existe la imagen de su comunión; la segunda es la limitación, ya que si bien las fronteras nacionales son en cierto punto elásticas, también tienen una finitud en relación con otras naciones; la tercera corresponde a la idea liberal de soberanía como libertad y autodeterminación; y la última es su característica de comunidad, “porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal”2 (Anderson, 1997, p. 24).
No obstante, como lo indica Delgado (2005), en el debate conceptual sobre comunidad hay que tener presente la diferenciación entre comunidad y colectividad, pues la primera se funda en la comunión y exige coherencia a partir de la tradición y la historia; en cambio, la segunda se organiza con base en la comunicación y produce la cohesión, ya que lo colectivo “se asocia con la idea de una reunión de individuos que toman conciencia de lo conveniente de su copresencia, y que la asumen como medio para obtener un fin” (p. 53).
Así, en términos generales, observamos que la definición de comunidad tiene como elementos básicos:
• La existencia de un grupo humano.
• Que este grupo humano tiene interrelaciones a través de sistemas de comunicación.
• Que está adscrito a un territorio.
• Comparte prácticas y valores culturales.
Estos cuatro elementos son articulados, en gran medida, por las formas de organización social de la comunidad, la cual configura el mundo social: sus categorías de entendimiento de la realidad, las relaciones sociales entre los sujetos, así como la disposición y lucha por los diversos capitales culturales, económicos, sociales y simbólicos (Bourdieu, 1990). Todos estos elementos, en su conjunto, juegan un papel importante en la configuración de la vida social comunitaria, ya que ésta dependerá de cómo sean la organización, el territorio y las prácticas culturales de cada comunidad.
¿Qué sucede cuando el elemento “territorio” cambia? Una primera idea nos remite a la migración, en la que el traslado de un territorio de las personas a otro implicará un cambio en su vida social, ya que el migrante debe adoptar e incorporarse a las prácticas culturales de su nueva comunidad.
¿Qué sucede cuando son los individuos los que permanecen en el mismo sitio, pero el territorio es el que cambia? La noción de cambio de territorio no se limita a modificaciones de aspectos geográficos, como que cambien las montañas o el suelo (a consecuencia, por ejemplo, de un desastre natural o de un proceso de urbanización); incluye también la superposición de una nueva modalidad de territorialidad, con la que también se superponen nuevas prácticas culturales, formas de organización, sistemas de comunicación e identidades.
La virtualidad generada con base en las tecnologías de información y comunicación digitales, viene a ser como ese nuevo territorio que se superpone al espacio físico y reconfigura la vida social comunitaria, que antes se daba ante todo en el espacio físico, y habilita nuevas comunidades, que se forman desde y para la virtualidad, entendida no como una negación de la realidad, sino como una forma de ésta que adquiere realizaciones particularmente interesantes con las tecnologías digitales. La virtualidad representa un supraterritorio, en el sentido etimológico de la palabra latina supra, que significa “encima” o “arriba de”.
La noción de territorio trasciende la idea y la acotación de lo meramente geográfico, pues se define como un espacio apropiado y valorado en forma simbólica e instrumental por los grupos humanos (Raffestin, citado en Giménez, 1999). La virtualidad es un territorio cultural, ya que “el territorio no se reduce a ser un mero escenario o contenedor de los modos de producción y de la organización del flujo de mercancías, capitales y personas; sino también un significante denso de significados y un tupido entramado de relaciones simbólicas” (Giménez, 1999, pp. 31-32).
Notas
1 Una revisión muy interesante sobre esta dicotomía en Tönnies puede encontrarse en Álvaro, 2010.
2 Sin embargo, Anderson argumenta que esta comunidad imaginada es un artefacto cultural creado históricamente por una clase particular que ha generado apegos profundos en los miembros que se asumen en dicha comunidad.