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Fernando Yralda
No deja de asombrarme la idea que se tiene en nuestro país sobre la actuación escénica. Pareciera ser que es raro actuar de manera natural por este temor de caer en lo cotidiano. Incluso he escuchado en repetidas ocasiones que etiquetan de Naturalito -de manera despectiva- cuando se refieren a una actuación más cercana al habla natural. Juzgan que no están actuando tal vez por esta idea de que la actuación debe ser más expresiva gestualmente. Y que en el teatro aún se debe enfatizar más debido a la proyección exacerbada para alcanzar una buena recepción en el espectador. “Ah, tú quieres que lo diga platicado”, me dicen eso cuando les pido que lo digan de manera convincente. Es muy común que la mayoría de los directores, tanto de cine como de teatro, les exigen atención solo a estímulos superficiales, por eso es tan notoria la diferencia cuando las actuaciones responden a un proceso argumental que desde la dirección es promovida a través de un diálogo para comprender el suceso. En el teatro ya es muy complicado ver una actuación natural, pero en el cine cada vez hay más cineastas que desarrollan una metodología para partir del sentido de la acción. Ernesto Contreras es un bello ejemplo.
Trato de entender esa férrea convicción de que actuar es buscar ser otro, sin importarles caer en la simulación. Sobre todo, cuando en el mundo se ha abierto a esta forma de actuación mucho más natural y convincente. Basta ver diversos trabajos actorales en Sudamérica, principalmente Argentina y Chile, o mirar al otro lado del continente en España, Francia y principalmente la escuela Escandinava que desde años practican esta perspectiva naturalista, o tal vez nunca se dejaron contaminar por la pretensión camaleónica de la interpretación actoral. Incluso en EEUU, promotores de una actuación de método se han abierto a esta mirada actoral que parte más desde la configuración del ser.
No tengo ninguna duda que este tipo de actuación orgánica se relaciona con el crecimiento de las teatralidades de este milenio, más enfocadas a desacralizar lo hegemónico y con una apertura muy fuerte a las estructuras sociopolíticas que, paradójicamente, se apoyaron mucho de las artes performativas y la transdiciplinariedad. A mayor estructura, mayor libertad, decía Grotowski. Todo esto para reconfigurar en escena algo básico que le dio sentido al teatro desde sus orígenes: encuentro y experiencia. El real acto presente de la teatralidad.
Estudiar un personaje no solo se refiere a la conducta humana, sino a la capacidad que se tiene como intérprete de articular, desde uno mismo, una mirada del mundo que se está observando. Para esto se necesita que los actores tengan la capacidad de observar, analizar, entender, explicar y no solo sentir. El asunto de que “yo vivo el personaje” no alcanza para transmitir un conocimiento. Es más, el riesgo es encapsularlo para sí mismo en un regodeo personal. No se trata de caer en los excesos de la autobiografía. En la actuación no tienes la posibilidad de vivir muchas vidas, sino una sola vida con muchas posibilidades. Curiosamente, entre más estudiemos al personaje se revela en nosotros la capacidad de sentirnos distintos, porque nuestros pensamientos se van deconstruyendo y es eso lo que da la ilusión de vernos diferentes. La idea no es buscar afuera en la imitación, sino en nosotros mismos la capacidad del autoconocimiento. Así, sin bloqueos ni prejuicios
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