Jue. May 22nd, 2025
Purépechas

Rubens Bayardo

El actual contexto es de incremento de las propuestas formativas en grados y posgrados universitarios, de presencia creciente de egresados de diversas carreras y de formaciones no regladas e informales, de aparición de publicaciones e investigaciones. El desarrollo de la práctica y la conformación de redes y asociaciones, así como los procesos de formalización y normalización de la gestión cultural y de autor reconocimiento de los gestores culturales, confluyen en el sentido de volver sobre esta pregunta con otro bagaje. Procurando expresar el carácter multidisciplinar, interdisciplinar y transdisciplinar de la gestión cultural, Albino Rubim (2016, p. 81) sostiene que este es un campo “mitdisciplinar” de la organización de la cultura que desde una concepción amplia debe abarcar idearios, saberes, prácticas, comportamientos, valores y una diversidad de expresiones artísticas y científicas. Otros autores han indagado en los vínculos entre la gestión cultural y las disciplinas o enfoques particulares en los que abreva, lo que puede contribuir a esclarecer este tópico.

Analizando la gestión cultural en relación con la sociología de la cultura, Modesto Gayo afirma que esta última es una disciplina caracterizada por una agenda crítica de la desigualdad. El autor plantea que esta guarda distancia académica de su objeto, de públicos distintos al de los pares y de la actividad política, lo cual, aunado a sus rigores teóricos y metodológicos, le quita flexibilidad a la profesión. En contraste, Gayo entiende que la gestión cultural es una actividad que se vale de materiales heterogéneos y perspectivas menos disciplinadas, pues se centra en el “hacer” de los proyectos específicos en tiempo y lugar, y está atenta a las necesidades de diversos públicos y obras. Estos últimos serían el árbol que le interesa a la gestión cultural, mientras que podría contemplar todo el bosque gracias a su atención hacia la sociología de la cultura. Anotando el desinterés de este encuadre por los aportes de la gestión cultural, Gayo sostiene que esta última “lucha desde el continuo olvido de su relevancia contra las desigualdades que los sociólogos denuncian” (Gayo, 2014, p. 123). En efecto, las academias materializan jerarquías como ciencias duras/ciencias blandas, teoría/práctica, conocimiento básico/conocimiento aplicado, saberes académicos/saberes empíricos, las cuales han puesto trabas al desarrollo de la formación en gestión cultural en universidades. Pero lo que nos interesa destacar aquí es el sentido contextual de la gestión cultural y su caracterización como práctica orientada por valores.

En términos generales, Jaime Jaramillo Jiménez plantea que “la actividad cultural ha sido hasta hace pocos años (y lo sigue siendo aún para muchos) una actividad de aficionados, muchas veces bohemia, de tiempo y remuneración parcial, que supone la ‘buena voluntad’, la mística, el apostolado laico” (1998, p. 98). En este sentido, rescata el “paradigma emergente” socio semiótico de la cultura, que se centra en los aspectos simbólico-expresivos y la entiende como un acto de comunicación1. Jaramillo destaca problemas como: la significación y la generación de sentidos; las interrelaciones entre los aspectos económicos, políticos y culturales; las luchas por la hegemonía y la legitimidad; la producción simbólica y el campo artístico; la educación y las industrias culturales. A su vez, rescata la importancia de la investigación empírica tanto cuantitativa como cualitativa, los métodos etnográficos y el análisis de contenido. Con todo, estos aportes mutan a otro registro en su redefinición del gestor cultural como:

un organizador, un animador, un auspiciador, un tejedor que vincule procesos y eventos, productores y consumidores […] nuestro Gestor Cultural debe moverse con solvencia, sentido ético y sagacidad en el entorno burocrático de entidades del Estado, empresas privadas u organizaciones comunitarias. […] Debe también ser una antena sensible respecto de un público que puede no poseer una cualificación especializada pero que, en muchos casos, se halla necesitado de nuevas manifestaciones simbólico-expresivas.

(Jaramillo, 1998, p. 99)

En este enfoque, más que lo disciplinar y lo metodológico, lo actitudinal y las disposiciones personales definen al gestor. Desde la perspectiva de la gerencia social, Martha Tovar (2007) plantea que la modernización económica ha generado desigualdad social y política, afectando los derechos ciudadanos, y que las políticas culturales no procuran una inclusión real. La autora argumenta que las organizaciones culturales deben adaptarse al entorno global de la sociedad de la información con nuevas mentalidades y metodologías, retomando propuestas del bid y aportes de Bernardo Klicksberg. Este último sostiene que la gerencia social “como cuerpo de conocimientos y prácticas, es un proceso en plena construcción, que si bien adopta elementos teóricos y metodológicos consolidados provenientes de distintas disciplinas, agrega continuamente nuevos elementos que se van generando con el análisis sistemático de experiencias” (Klicksberg, 1997, citado en Tovar, 2007, p. 37).

Desde este encuadre, Tovar entiende a los gestores culturales como “gerentes y administradores culturales [que] acentúan la posibilidad y necesidad de organizar la actividad cultural con criterios empresariales. […] No insisten tanto en la creatividad como en la urgencia de consolidar equipamientos culturales como empresas” (2007, p. 29). En tal sentido, destaca como principales problemas del gestor los asuntos presupuestarios y financieros, los aspectos legales y contractuales, la comunicación y las relaciones públicas. Esta conceptualización más ligada al mercado aboga por una formación en modelos de desarrollo empresarial, criterios de eficacia, eficiencia y sostenibilidad, competencias en fundraising, estrategias de marketing cultural, con ética y responsabilidad social, que conecta con la noción del gestor cultural como profesional.

Desde otra perspectiva, Javier Lozano defiende la pertinencia de la animación sociocultural (ASC) y la educación popular como parte de la gestión cultural. El autor entiende la ASC como:

práctica moderna, educadora, que despliega actores sociales —institucionales o locales—­ en entornos micro, dirigida a la democratización de la cultura mediante el acercamiento de las artes a la ciudadanía, especialmente comunidades en situación —o riesgo— de exclusión social, así como también mediante la universalización de la capacidad artística. (Lozano Escobar, 2014, p. 102)

Lozano enlaza la tradición europea de ateneos obreros y universidades populares del siglo XIX, con la animación de los gestores artistas que trabajaron por la democratización de la cultura con André Malraux en Francia. Así, pone énfasis en la “‘dinámica de grupos’ que recorrió barrios populares de América Latina de la mano de comunidades religiosas inspiradas en el Concilio Vaticano II [1962-1965] y las Conferencias Episcopales de Medellín (1968) y Puebla (1978)” (Lozano, 2014, p. 87). El teatro experimental de Enrique Buenaventura, el teatro del oprimido de Augusto Boal y la pedagogía de Paulo Freire de la década de 1960 concurren para la adopción de juegos en procesos culturales formativos por parte de académicos y de comunidades en busca de efectos liberadores ante la opresión.

Según Lozano, la gestión cultural emerge en Colombia de la mano de los Ministerios de Cultura y de Juventud con el respaldo e influencia de la cooperación internacional y combinando dos lógicas: la de los administradores, más alineada al mercado, y la de los animadores, con perspectiva social y de acción cultural. Desde su punto de vista, autores como Sergio de Zubiría —que entiende al gestor cultural como un “mediador” entre lógicas del bien común y lógicas del egoísmo— y Gabriel Restrepo —que concibe un “gestor cultural tramático”, que genera lazos y hace tramas entre personas— ponen de manifiesto una relativización de los criterios de rentabilidad en los proyectos culturales.

En sintonía con lo anterior, partiendo de experiencias comunitarias y prácticas autogestivas en Chile, Roberto Guerra Veas propone que la gestión cultural “tiene sentido en la medida que permite no solo administrar eficazmente los bienes y servicios culturales […] sino también gestionar con perspectiva transformadora, en función de favorecer el pleno despliegue de las potencialidades creativas” (2016, p. 109). Aquí lo que define al gestor, además de conocimientos y actitudes, es una posición crítica y un impulso por la ciudadanía democrática, especialmente en contextos vulnerables. Esto se relaciona con la existencia de numerosas iniciativas de acción cultural local, talleres barriales de música y baile, grupos de teatro comunitario, puntos de cultura, corporaciones de arte y transformación social, asociaciones de cultura viva comunitaria con gran dinamismo en todo el continente.

Estas organizaciones —más acá de su reciente visibilidad a partir de las redes sociales informatizadas y de su integración en programas gubernamentales— hacen parte, como ya se dijo, de procesos participativos de larga data que involucran formaciones temporales y discontinuas, pero también organizaciones que se han formalizado y que cuentan con una trayectoria de décadas en los lugares donde se desarrollan. Dichas instancias cumplen un importante papel en la producción, la circulación y los consumos culturales impulsados desde las raíces.

A MODO DE CIERRE, ABRIR

En un siglo de tránsito de los misioneros culturales a los gestores culturales, han mediado distintas reformas administrativas y enfoques organizacionales, últimamente inspirados por las teorías de la gobernanza, el new public management y la planificación estratégica. La gestión cultural cubrió como un paraguas a formas precedentes de la animación sociocultural, la promoción cultural, la mediación cultural y la administración cultural bajo una etiqueta de adecuación modernizadora y de marca profesionalizante. La transferencia de conceptos, prácticas y políticas desde España, interactuó con perspectivas latinoamericanas que dieron lugar a nuevas discusiones y encuadres. En la intersección de las arenas activista, laboral, profesional y académica de la gestión cultural, se vienen desarrollando diversos procesos de normalización, de formalización y de autorreconocimiento, sin que prime una versión legítima acerca de la misma.

Este texto presenta solo algunos de los ya numerosos aportes latinoamericanos acerca de la gestión cultural, de los procesos formativos y de la figura del gestor cultural, buscando destacar algunas coordenadas relevantes. Es una invitación a profundizar sobre estos asuntos, dejando ver una acentuación peculiar, ligada a las realidades y a la historicidad propia de la región, a la vez que referida a fórmulas discutidas en otros contextos. Las universidades han contribuido a identificar miradas disciplinarias y debates, tanto como a visibilizar y legitimar de forma inédita la existencia de la gestión cultural. En esa misma activación, quienes cuentan con saberes del hacer y no poseen titulaciones académicas pasaron a ser nombrados gestores culturales empíricos, “intuitivos”, suscitando la pregunta por cuánto hay en ello de reconocimiento o de descalificación, despertando inquietudes acerca del diálogo de saberes.

Esta conversación es fundamental para la buena formalización y la eventual profesionalización de la gestión cultural en la región. El mayor encuadre institucional permitiría potenciar sus prácticas e incrementar su incidencia en las definiciones del campo de la cultura, cuando esta ha adquirido una centralidad inusitada en el mundo contemporáneo. A la vez sería preciso dejar espacios abiertos a la creatividad y a la indeterminación, con frecuencia escurridizas a las perspectivas disciplinares, en el cruce de las cuatro arenas de la gestión cultural como activismo, ocupación laboral, profesión y campo académico.

1 En tal sentido refiere a autores como Pierre Bourdieu, Raymond Williams, Howard Becker, Stuart Hall, Clifford Geertz, y a los latinoamericanos Néstor García Canclini, Renato Rosaldo y José Joaquín Brunner.

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