Jue. Nov 21st, 2024

Montserrat Fonseca Ibarra

Los mecanismos para abordar el tema de género son muy diversos; desde la arqueología resulta fundamental, como señalan González Licón y Zamora (2007), crear puentes entre el contexto arqueológico y el sistémico, descifrar los indicadores arqueológicos para entender las construcciones sociales que se tejieron entorno a las relaciones de hombres y mujeres en el pasado. Para diseñar un modelo de explicación, partimos indudablemente de categorías biológicas, primera diferenciación entre los seres humanos atribuida al sexo que determina caracteres físicos para hombres y mujeres; no obstante, a lo largo de la vida de un individuo su condición de género puede variar según la edad, las etapas reproductivas, su posición en una escala social, su identidad étnica, etcétera. De manera tal que ser hombre o mujer cobra un sentido diferente que va más allá de la cuestión biológica, pues a partir del nacimiento comienzan una serie de procesos de asignación genérica, tamizados por la cultura, que imprime cualidades muy específicas a los sujetos que le indican cómo debe comportarse, qué actividades puede y debe realizar, el atuendo que debe portar, e inclusive los espacios propios de su género (Quezada, 1996). 

Los modelos que consideran el género como un proceso evolutivo sostienen que los procesos sociales tienen un orden progresivo y, por tanto, los cambios regulares en los sistemas de género pueden ser identificados o incluso previstos, los cuales dependerán de la complejización de las sociedades. Sin embargo, esta postura ha sido duramente criticada pues buscar por default el origen de la dominación masculina en las sociedades de menor escala, sólo contribuye a la perpetuación de estereotipos, ignora el poder de las sociedades para generar mecanismos diversos respecto al género que de ningún motivo pueden ser considerados universales (Wiesheu, 2006) y se pierden de vista los matices.  Las actividades asumidas de hombres o mujeres pueden variar no sólo entre géneros, sino dentro del mismo género; por ello, la tendencia a la homogenización debe ser atacada (Conkey y Gero, 1997). 

La proliferación de los trabajos bajo la perspectiva de género ha contribuido al reconocimiento de la presencia femenina en el contexto arqueológico, sobre todo aquellos dedicados al estudio de los conjuntos domésticos pues consideran que la figura de la mujer está garantizada; desafortunadamente, la noble intención ha resultado contraproducente en varios sentidos: por un lado, la mujer fue localizada pero al mismo tiempo confinada a la casa y al hombre se le borró como si no realizara ningún tipo de actividad en la unidad habitacional; por otro lado, se asume directamente que los objetos relacionados con la preparación de alimentos indican un contexto femenino y cualquier otro es asociado a actividades masculinas. Independientemente de si las labores domésticas son o no reconocidas, a la mujer se le reduce al espacio doméstico y a esa serie de actividades que imaginamos realizaban, o bien se les ubica en contadas ocasiones desempeñando cargos políticos. ¿No hay forma de ser menos radicales y expandir su campo de acción? ¿No cabe la posibilidad de considerar otras variables implicadas como el origen étnico, la edad, el oficio, y el momento histórico en la conformación de las relaciones entre hombres y mujeres en el pasado?

De acuerdo con los textos teórico-metodológicos, los estudios de género no deben consistir sólo en hacer una división femenino-masculino, sino que deben incluirse otros aspectos; pensar el género no como un principio estructurador, sino multidimensional. Al considerar el género como tal, asumimos que la serie de roles y creencias de género establecen una serie de reglas que norman la vida diaria, y probablemente, pero también es cierto que se tienden a considerar inamovibles las prácticas de género. 

El objetivo de la perspectiva de género no es hacer visibles a hombres y mujeres mediante la asignación de objetos y actividades, sino tratar de entender cómo “trabaja” el género en todas sus dimensiones: género como ideología, como roles, como relaciones, etcétera (Gero y Conkey, 1991). La meta es entonces explicar cómo se construyen las relaciones entre los géneros, qué significados guardan las prácticas y los espacios asignados o compartidos por hombres, mujeres u otros géneros; cómo y por qué se organizan de determinada manera para realizar actividades específicas; cómo participan los objetos en la constitución y reafirmación de las identidades de género, y cómo se transforman a lo largo del tiempo. La búsqueda de los cambios y las diferencias debe ser primordial en el estudio de las relaciones de género en el pasado, inclusive en dos sociedades como la teotihuacana y la mexica donde seguramente hubo continuidades, pero también creaciones, resignificaciones y apropiaciones culturales mediante las cuales cada pueblo imprimió su singularidad.

¿IDEALES FEMENINOS Y MASCULINOS?

La construcción del género parece ser una preocupación constante entre las diferentes sociedades pasadas y presentes; sin embargo, en cada una podemos encontrar pequeñas diferencias que las distinguen. Tal es el caso de dos sociedades que, a pesar de haberse constituido como Estados, sus mecanismos de funcionamiento, su estructura interna y su constitución social funcionaron de manera diferente; incluso, la concepción, construcción y utilización de la categoría de género son disímiles. Nos referimos a Teotihuacán –ciudad del Clásico mesoamericano por excelencia (200 a.C.-1500 d.C.)- y a Tenochtitlan –escenario de la cultura demarcadora del Posclásico Tardío (1200-1521 d.C.)-, para quienes el género fue una categoría social total y rotundamente diferente, pues, en Teotihuacán, por ejemplo, los símbolos o marcadores de género tendieron a difuminarse, mientras que en el Posclásico, de acuerdo con las crónicas del siglo XVI, se estableció una división genérica rígida que, incluso, fungió como organizadora del cosmos, la naturaleza, lo social y lo cotidiano, pues vemos que lo masculino estaba relacionado con el cielo, el sol, la vida, la energía positiva, el fuego, la luz, el día, lo caliente; mientras que lo femenino se asociaba con la tierra inframundo, la luna, la muerte, la energía negativa, el viento, la noche y lo frío. Estos atributos duales -por tener en lo cotidiano una expresión en lo cósmico y viceversa- se manifestaban desde el nacimiento pues determinarían el ámbito, las actividades y el comportamiento al que serían destinados hombres y mujeres (Quezada, 1996).  

Las relaciones de género sufrieron transformaciones a lo largo del tiempo (González Licón y Zamora, 2007; González Licón, 2007; Marcus, 1998; Wiesheu, 2006); la asimetría entre los géneros pudo haberse reforzado en las sociedades del posclásico, como un mecanismo propio del Estado mexica por mantener un control total de la sociedad (López Hernández, 2005); pero enfatizar las diferencias o reglamentar el comportamiento de hombres y mujeres, no parece haber sido una preocupación del Estado teotihuacano (Brumfiel, 1998; De Lucia, en prensa). 

[…] el Estado Teotihuacano concentró sus esfuerzos en infundir en los líderes de los conjuntos departamentales, nociones de lealtad hacia el Estado. El Estado pudo haber ofrecido a estas cabezas, roles dentro del ritual y algunos mecanismos coercitivos que consolidaron su autoridad dentro del conjunto y así, el Estado pudo haber usado a los líderes de los conjuntos como administradores, comunicando información del conjunto al Estado y observando que los miembros del conjunto llevaran a cabo las disposiciones directivas del Estado (Brumfiel, 1998:7; la traducción es mía).

De no haber sido por la estrategia corporativa, los lazos de solidaridad que debieron promoverse, el respeto a ciertas tradiciones foráneas –rituales funerarios, sistemas constructivos, costumbres culinarias- y la reproducción de un ritual que integrara a la diversidad social que fue parte de un proyecto común como lo fue Teotihuacán, es muy probable que no hubiese funcionado o se hubiera fragmentado mucho antes.

Sin duda, la convivencia de diversos grupos étnicos con la población teotihuacana (cualquiera que haya sido su etnia) debió estar llena de matices interesantes, conflicto de intereses, articulación de experiencias y destrezas. En fin, se trataba de un mosaico de lenguas, identidades y concepciones, que sin embargo convergían en una ciudad muy bien planificada que representaba el orden de entonces. En este escenario, el ritual debió ser una manera de integrar estas diversidades y la fuente original de poder del gobierno corporativo (Manzanilla, 2006:15).

El Estado teotihuacano no debió ser un Estado represivo, restrictivo o controlador; de lo contrario, seguramente la convivencia entre grupos tan diferentes habría sido imposible; pero aún aquellas posturas que sostienen que sí hubo un Estado coercitivo (Millon, 1976; Gómez, 2000) reconocen en Teotihuacán una ciudad sin precedente, atractiva… excepcional. Sea porque mantuvo las mejores condiciones de trabajo para favorecer la reproducción de la población y la inmigración; o porque se reguló eficazmente la distribución de la riqueza (Gómez, 2000), -la diferencia en el acceso a recursos de flora, fauna y materias primas entre los conjuntos departamentales fue mínima (Manzanilla,1996)-; ventajas a nivel económico como intercambios comerciales y producción artesanal (Millon, 1976) o porque se aplicaron mecanismos ideológicos que crearon un escenario que ofrecía cohesión e identidad como la celebración de festividades religiosas comunes (Manzanilla, 2006; Ortega, 2000), iconografía y símbolos, reglas sociales establecidas para definir el rol y la jerarquía en la estructura social (Ortega, 2000); inclusive la promesa del resguardo de las inclemencias del tiempo y de un bienestar y orden económico, social y cósmico a través de la protección divina (Pasztory, 1997); hasta la idea de la construcción de un proyecto común por el que hombres, mujeres y niños trabajaron (Manzanilla, 2007) es evidente el carácter excepcional del Estado teotihuacano.

En este marco no tiene cabida un Estado que fomentara la asimetría de género, como sí ocurrió en el Estado mexica porque -como señala López Hernández-, […] la subordinación de la mujer mexica no se basó en la fuerza física del varón con respecto a la mujer, o en las funciones biológicas de cada sexo, sino que se encontró firmemente enraizado en la base económica, la cual estaba determinada por la división entre la organización de la producción y la reproducción social (2005:174).

La dominación masculina en la sociedad mexica, sugiere López Hernández (2005), surge de la necesidad de controlar la vida de las mujeres como productoras de bienes y reproductoras de la vida a fin de mantener el poder de un grupo gobernante; para lograrlo, se marcaron tajantes límites entre lo femenino y lo masculino, y con esto se inmovilizó a las mujeres pues se designó que su lugar estaba en el ámbito doméstico.

[…] habéis de estar dentro de casa como el corazón dentro del cuerpo, no habéis de andar fuera de casa, no habéis de tener costumbre de ir a ninguna parte; habéis de ser la ceniza con que se cubre el fuego en el hogar, habéis de ser las trébedes, donde se pone la olla; en este lugar os entierra nuestro señor, aquí habéis de trabajar; vuestro oficio ha de ser traer agua y moler el maíz en el metate; ahí habéis de sudar, cabe la ceniza y cabe el hogar (Sahagún, 1979: 385).

Diciendo lo anterior, la partera enterraba el cordón umbilical de la recién nacida junto al hogar, en señal de que la niña no saldría de la casa para realizar correctamente las labores propias de su sexo. La identidad de género fue definida desde el alumbramiento -mediante el tlacozolaquilo o bautizo- hasta la adolescencia –por medio de la educación doméstica- a partir de oficios o actividades económicas con el objetivo de alcanzar la plena identificación del sujeto con lo femenino o lo masculino (Quezada, 1996). La educación de niños y niñas fue distinta; en los primeros años, la educación dada por los padres se limitaba a dar buenos consejos y a enseñar las labores domésticas menores. La niña comenzaba observando cómo hilaba su madre y a los seis años manejaba el huso. A partir de los siete años y hasta cumplir los catorce, hilaría el algodón, barrería la casa, molería el maíz en el metate y usaría el telar de manejo delicado.

A los trece años: al niño lo mandaban a recoger leña del monte, a recoger carrizos de la laguna y recolectar hierbas para el servicio de la casa; le daban dos tortillas en cada alimento. A la niña la ponían a hacer guisos y tortillas para la familia dándole dos tortillas en cada comida (Códice Mendocino citado por Díaz, 1984: 133).

Con el objetivo primordial de preparar a los niños para una buena adaptación al ambiente en el que les tocaba nacer y desenvolverse, la educación doméstica consistió en la transmisión de las creencias religiosas, usos, costumbres, gestos, signos y símbolos de carácter cultural que permitirían insertar al hombre o a la mujer, en un marco social preestablecido (Kobayashi, 1985) y ―divinamente designado”.

Los niños eran como piedras preciosas que a lo largo de su vida debían ser pulidas; por ello, gradualmente mediante actos habituales, consejos, una vestimenta específica para cada sexo, una formación escolar y familiar, entre otros, los jovencitos alcanzaban la cúspide de la diferenciación de su identidad de género y conformaban grupos socialmente aceptados y diferenciados por sus actividades productivas y reproductivas (Joyce, 2000).

El eje de la ideología oficial mexica fue la exaltación de los valores bélicos, lo que contribuyó a la declinación del estatus femenino, pues mientras los hombres se concentraban en la expansión territorial, las mujeres fueron circunscritas al ámbito doméstico, desde donde contribuyeron a la estabilidad del Estado mediante la reproducción social, biológica y económica, pero siempre jugando un papel secundario pocas veces reconocido y casi nunca retribuido en prestigio y ascenso social (Rodríguez-Shadow, 1997).

El género se encuentra estrechamente ligado a la división del trabajo, sobre todo en las sociedades en las que el poder y la posición de un individuo dependen del trabajo realizado. La ocupación puede convertirse en un aparato de movilidad social o de estatus; sin embargo, la asignación de tareas según el género no responde a una ley universal, de manera que las actividades realizadas por hombres y mujeres pueden variar dependiendo de la sociedad (Wiesheu, 2006). Es probable que, en Teotihuacán, la división del trabajo tuviera mayor impacto en la organización de las labores por grupos de edad que por género, pues todo parece indicar que la actividad artesanal, al desarrollarse al interior de los conjuntos departamentales, involucraba a todos los miembros de la unidad familiar. 

No existe evidencia que sugiera que los teotihuacanos devaluaran a las mujeres o los roles femeninos. Incluso, al interior de los conjuntos de artesanos, por lo menos, parece que la producción artesanal involucró el trabajo colectivo de hombres y mujeres. Los entierros de ambos, hombres y mujeres, estaban asociados a las herramientas para la producción artesanal y a objetos rituales similares; mientras que la organización de los conjuntos sugiere que los miembros de la unidad familiar trabajan juntos para alcanzar las metas productivas (De Lucia, en prensa: 27; la traducción es mía).

La visión monolítica de la especialización artesanal ha sido duramente cuestionada y hoy se cree que una cadena operatoria pudo involucrar a diferentes individuos, de acuerdo con su edad o sus habilidades para realizar tareas específicas hasta tener el objeto terminado (Wiesheu, 2006) o bien que unas mismas manos tuvieran la destreza para realizar varios productos, lo que se ha llamado multiespecialización (Manzanilla, 2006). 

No sólo es factible que las relaciones de género se transformaran de un periodo de tan larga duración a otro, sino que, por la naturaleza misma de Teotihuacán, la división social del trabajo no fuera fundamento para la exclusión o el desprestigio social de la mujer.

GÉNERO EN MOVIMIENTO

Las figurillas mesoamericanas poseen un gran potencial comunicativo, porque idealmente permiten rastrear elementos perecederos -tatuajes, peinados, tocados y vestimenta-, contenidos de carácter ideológico de quien las produjo y usó –religión-, información acerca de roles y oficios –figurillas representando alguna actividad-; y además, trazar patrones migratorios, rutas de intercambio y definición de cronologías (Goldsmith, 2000). Sin embargo, las figurillas cerámicas de Teotihuacán, tienen la peculiaridad de carecer de expresión, pues en contadas ocasiones se encuentran en escenas o asociadas a instrumentos u objetos de cualquier tipo, se localizan fragmentadas las cabeza, extremidades y cuerpo dispersos y revueltos entre sí, no aparecen realizando ninguna actividad, en general no se encuentran en contextos primarios y no hay información escrita que auxilie en su interpretación[1].

Las figurillas teotihuacanas, sólo en algunos casos, expresan una diferencia sexual a partir de cuerpos con presencia de senos y vientres abultados; pero a la mayoría de las piezas no se les marcaron los órganos sexuales primarios y se les vistió con una túnica/falda o un taparrabo. Esto indica que las características sexuales eran un factor de diferenciación, que en la mayoría de los casos era reforzado por una indumentaria para cada género. Aparentemente mudas, sin respuesta en el ámbito de las categorías de género; este tipo de representaciones refiere a una sociedad que no está utilizando las figurillas como medios de reproducción de los roles de género. Dichas omisiones pueden estar relacionadas con un Estado que, a diferencia del mexica, no promovió la asimetría de género, ni siquiera enfatizó determinado comportamiento y actividades específicas para hombres y mujeres; sino que impulsó por igual sentimientos de solidaridad entre los miembros de los barrios a fin de crear un lazo de lealtad directamente con el Estado. La diferencia entre los individuos no residía entonces en el sexo o en su identidad de género, la cual se vio supeditada a una identidad de grupo porque el factor determinante en la adquisición del estatus social estaba basado en la creación de lazos de solidaridad entre los individuos, considerando el fuerte componente multicultural de los habitantes de la ciudad (Brumfiel, 1998; De Lucia, en prensa).

Por el contrario, las figurillas mexicas poseen rasgos que remiten a cargas sociales específicas, como es el caso de las deidades plasmadas en otros soportes como la escultura en bulto o los códices; que si bien no son exactamente iguales se les considera un modelo ideal a seguir. Las figurillas, “idealizaciones de las mujeres mexicas con atributos divinos”, exaltan el rol de “sustentadoras del ciclo vital en la tierra” (López Hernández, 2007); aparecen normalmente de pie, cargando uno o dos niños en sus brazos y no reproducen las imágenes de deidades andróginas y mutiladas, arrodilladas que refieren a valores relacionados con la producción. Esta división, de acuerdo con Brumfiel (1996), sintetiza dos ideologías que coexistieron en el culto mexica: una oficial demarcada por la escultura en bulto que le indica a la mujer que su lugar se encuentra en el hogar, que su postura anatómica es estar de rodillas para llevar a cabo las actividades que la hacen valiosa, la preparación de alimentos y la producción de textiles y que su forma de representación reside en la masculinización de sus atributos.

La ideología oficial refuerza el dominio masculino, devalúa el papel de reproductora de la mujer, pero las figurillas cerámicas cuentan otra historia, un discurso de resistencia del dominio del culto estatal. En las zonas rurales, donde la interacción con el centro ceremonial disminuye, parecen haberse realizado rituales domésticos donde a las divinidades y/o al ideal del ser femenino se le dotó de otros atributos (Brumfiel, 1996). Es posible que las figurillas mexicas manifiesten una alternativa a la ideología estatal, donde las relaciones de género hayan sido menos asimétricas y revelen esa preocupación por parte de la población por reivindicar la posición de la mujer; mecanismo que no fue utilizado en Teotihuacán. 

En la gran urbe del Clásico, como ya se mencionó, las figurillas no aparecen realizando ningún tipo de actividad o asociadas a algún instrumento en particular y la proporción de piezas que portan la vestimenta típica femenina, quechquemitl con falda/huipil- y masculina –taparrabo- es muy similar.

La cantidad de representaciones femeninas reproducidas en los murales teotihuacanos es menor, lo que ha llevado a conformar varias posturas: que los murales teotihuacanos muestran en acción a sacerdotes o deidades y rara vez, la interacción entre hombres y mujeres en actividades cotidianas, que el paralelismo de género observado entre los mexicas no se presentó en Teotihuacán (Brumfiel, 1998); o bien, que la escasez se debe a que en una deidad femenina conocida como la Gran Diosa se sintetizaron todas (Pasztory 1976; 1992; 1993; 1993a; 1997; Millon, 1998; Berlo, 1992; Brumfiel, 1998). Supongamos por el momento que, efectivamente, en el Clásico existió una fuerte deidad femenina. Dentro de la cosmovisión mexica prevalece la noción de que el comportamiento de los seres humanos debía ceñirse al ejemplo de las deidades.

[…] emociones y sentimientos estuvieron ligados a la vida de los dioses; ellos definieron las normas y valores sociales, establecieron la valentía y la fuerza para ambos sexos e instauraron, asimismo, los roles sociales que deberían cumplir varones y mujeres para alcanzar el prestigio social […] (Quezada, 1996:84).

Los atributos de los dioses correspondían con los valores esperados y/o exigidos a los hombres; por ello, no sólo a través de recomendaciones de padres a hijos, sino mediante los objetos, se reproducía dicha carga ideológica (López Hernández, 2005). Una característica de las diosas madres era mostrar sus pasiones y emociones. En los tiempos más antiguos se encargaban de los partos, la sexualidad, los mandamientos, el hilado, el tejido y el cuidado de los niños; de acuerdo con Rodríguez-Shadow ―con el advenimiento de la expansión tenochca, se les adicionaron elementos militares y características guerreras […] (1997:54). En la sociedad mexica, Huitzilopochtli se convirtió en el dios tutelar masculino, desplazando lo femenino al plano de lo simbólico. Este acto, según Berlo, marca la transición de la historia del centro de México entre el periodo Clásico del esplendor de la Gran Diosa de Teotihuacán, que es fragmentada en múltiples diosas y el nuevo orden social, detentado por la imagen de Huitzilopochtli en el Posclásico (Berlo, 1992).

Las emociones y los sentimientos estuvieron ligados a la vida de los dioses; ellos definieron valores, establecieron la valentía y la fuerza e instauraron, así mismo, las normas sociales que debían cumplir varones y mujeres para alcanzar el prestigio social. Los dioses determinaban los atributos de los hombres en la tierra, al tiempo que éstos caracterizaban a las distintas deidades; por ejemplo, el ideal de la mujer valiente y fuerte era reflejo de la naturaleza de la diosa, y la divinidad era a su vez, la abstracción de las cualidades humanas. Esta relación recíproca dioses–hombres permite distinguir, por ejemplo, a la mujer por medio de las representaciones de diosas y viceversa, descifrar las imágenes de las deidades con base en el comportamiento cotidiano femenino.

Hija mía muy amada, mujer valiente y esforzada, habéislo hecho como águila y como tigre, esforzadamente habéis en vuestra batalla de la rodela, valerosamente habéis imitado a vuestra madre Cihuacoatl y Quilaztli, por lo cual nuestro señor os ha puesto en los estrados y sillas de los valientes soldados (Sahagún, 1979: 387; las cursivas son mías).    

En Teotihuacán, sin embargo, parece no haber ocurrido la misma situación. No se refuerzan símbolos para denotar lo femenino y lo masculino ni en la pintura mural ni en las figurillas cerámicas; inclusive, pareciera existir una brecha entre el espacio divino y el de los mortales. El mundo de las figurillas cerámicas se restringe a los humanos, así como la pintura mural pertenece a las deidades y a sus servidores más directos. No hay una reproducción de los atributos de las deidades en las figurillas antropomorfas o por lo menos, no parece que las figurillas exalten o refuerce los símbolos plasmados en la pintura.

¿Qué nos dice la pintura mural con respecto al género? En Teotihuacán se ha buscado explicar las relaciones de género, a partir de las representaciones en la pintura mural, específicamente en busca de una dualidad entre la principal deidad femenina y masculina de la ciudad (Séjourné, 1966; Barbour, 1975; Berlo, 1992; Pasztory, 1992; 1993). 

En 1965, Herman Beyer hace la primera referencia a una diosa en Teotihuacán, al describir el monolito hallado frente a la pirámide de la Luna, conocido como Chalchiuhtlicue. A partir de esa descripción se suscitaron una serie de publicaciones –algunas más radicales que otras- que denunciaban la presencia de una deidad femenina tan importante como el dios de las Tormentas (Furst, 1974; Pasztory, 1976; 1992; 1993; 1993a; Millon, 1988; Berlo, 1992; Headrick, 2002). De acuerdo con el texto de Paulinyi, ―The Great Goddess of Teotihuacán. Fiction or Reality? (2006), la idea de una diosa omnipotente comenzó por una serie de supuestos que nunca se discutieron a profundidad y se fueron asumiendo como verdaderos; así cada investigador apoyaba la idea del anterior (que de acuerdo con Paulinyi, no tenía ningún sustento) y sumaba nuevos atributos a una deidad hipotéticamente definida, o localizaba nuevas acepciones de la diosa, la cual podía aparecer en su aspecto destructivo o en el benevolente, según fuere el caso. Compartimos la idea de Paulinyi con respecto a que las imágenes que son consideradas representaciones de la Gran Diosa, debieran revisarse para poder identificar sus atributos y reconsiderar su significado, pues es probable que, efectivamente, se trate de diferentes deidades, femeninas y masculinas, que al ser reconocidas como manifestaciones de la Gran Diosa, no han sido sometidas a un minucioso estudio.

Los atributos que la mayor parte de los investigadores reconocen como característicos de una o varias deidades femeninas son: tocado en zigzag con un pájaro en el centro, cara y manos amarillas, nariguera con colmillos y representaciones de arañas (Furst, 1974; Pasztory, 1976; 1992; 1993; 1993a; Millon, 1988; Berlo, 1992; Headrick, 2002; Paulinyi, 2006). Los cuatro rasgos en los que existe cierto consenso se han observado predominantemente en pintura mural, mientras que en figurillas cerámicas sólo podría señalarse la asociación con pájaros de algunas figurillas del tipo femeninas vestidas. Salvo por éstas últimas, no hay evidencia que demuestre una correspondencia entre las imágenes de la pintura mural (deidades) y las figuras en cerámica que parecen representar exclusivamente a seres humanos. La constante entre uno y otro soporte es la ausencia de rasgos acentuadamente femeninos y masculinos; predomina como en la pintura mural más bien una ambigüedad en la asignación genérica de las representaciones que podrían ser femeninas, masculinas o bisexuales (Pasztory, 1976). De acuerdo con su interpretación del funcionamiento de Teotihuacán como entidad multicultural, Pasztory (1992) consideraba que era necesaria una dualidad, donde el dios de las Tormentas gobernara al exterior y la Gran Diosa al interior de la ciudad, como símbolo de poder e integración de sus habitantes.

El dios de la Lluvia estaba vinculado, según Pasztory, con el poder, el dominio de las élites, la ciencia, la astrología, así como con las relaciones comerciales o diplomáticas con otros pueblos, la guerra y la creación de un mundo armonioso donde imperaba el orden. Frente a esta visión de control plasmada en la arquitectura de la ciudad se encontraba la Gran Diosa, caracterizada por su doble acepción, benevolente y voraz como la naturaleza, caprichosa y dadivosa; es la representación de la fertilidad de la tierra, de las aguas subterráneas, los minerales y la riqueza; pero también se identifica con los aspectos cósmicos y mágicos, los asuntos internos de la población y los valores colectivos (1993; 1997). Establecer una pareja divina permitió a las élites teotihuacanas convencer a la población de que la nueva era estaba basada en la armonía y la razón, y no tendrían que sufrir los embates de la naturaleza (cfr. Pasztory, 1997).

Para justificar su interpretación de la Gran Diosa, la autora remite a valores universales asociados con la mujer; afirmación peligrosa si se considera que se trata de una imagen occidental donde normalmente la mujer es sumisa y su participación es secundaria, dado que está relacionada con la naturaleza -en contraposición con el hombre que detenta la cultura- (Pasztory, 1992). Por otro lado, la idea de complementariedad de los sexos parece ser una referencia posterior, que surge con el desarrollo de las sociedades militaristas (Quezada, 1996; Berlo, 1992; López Hernández, 2005). 

La mariposa representó a la población masculina y les animó para que arriesgaran sus vidas en el campo de batalla. Si morían en esa diligencia, ellos vivirían en el paraíso del sol y eventualmente se transformarían en mariposas, dando por resultado una vida de placer. Paralelamente, la araña era un símbolo importante de los esfuerzos femeninos en Mesoamérica. Por ejemplo, la araña es una cualidad prominente de la diosa maya de hilar y tejer, y en los panteones azteca, mixteco y maya, la diosa femenina de tejer también funge como diosa del nacimiento (McCafferty 1993; Pasztory 1976:160-161; Taube 1992:99-105; Thompson 1970:247). Así, las asociaciones de las deidades en Mesoamérica tienden a agrupar las tareas femeninas de hilar, tejer y dar a luz bajo una deidad que incluye la imagen de la araña como parte de su imaginario (Headrick, 2002:96; la traducción es mía).

Según Headrick, teotihuacanos y -aztecas- compartieron las mismas ideas respecto a los roles de género, siendo la batalla en el campo o en el nacimiento, el rol más significativo. Es probable que las mariposas representen a los hombres y las arañas a las mujeres; no obstante, la exaltación de la batalla es una característica propia de las sociedades militaristas del Posclásico.

Durante años se ha discutido si Teotihuacán era una ciudad pacífica o si tenía tintes militaristas e inclusive expansionistas (Millon, 1976; Von Winning, 1987, tomo I; Sugiyama, 2002). La evidencia material ha sido interpretada en favor de una y otra postura, se ha comparado con las huellas que dejaron sus contemporáneos mayas y con los vestigios de las sociedades surgidas en el Posclásico, dando como resultado el dibujo de una ciudad que no se ajusta a las teorías.

Teotihuacán debió ser una potencia militarista. Sin embargo, no existen en la ciudad obras defensivas. Según algunos autores, esto se debe a que las características urbanas y la situación de Teotihuacán en el valle las hacían innecesarias. Por otra parte, son pocas las representaciones de guerreros en la pintura mural y en la cerámica. […] Los enclaves distantes pudieron haber requerido de la conquista. Lo que no es verosímil es que el control económico de la amplia red de comercio se alcanzara y se sostuviera por medio de las armas. Su costo habría sido excesivo y su eficacia poca. La verdadera fuerza teotihuacana en el exterior debió haberse fundado en la capacidad comercial […] (López Austin, 1989:35).

Las representaciones de guerreros en Teotihuacán evidencian su existencia, pero específicamente qué actividades llevaban a cabo, o saber si la estructura sociopolítica de la ciudad estaba basada en un poderío militar es aún tema de discusión. De acuerdo con Von Winning, las armas que aparecen en la iconografía teotihuacana, no necesariamente son de uso defensivo; los escudos y lanzadardos están adornados con plumas y, en el mural de Teopancazco, por ejemplo, las puntas de las lanzas fueron sustituidas por objetos esféricos (1987, tomo I) lo que podría sugerir una escena de carácter ritual. Los guerreros en Teotihuacán pueden ser inclusive de diverso origen étnico, integrados al Estado no para constituir un régimen militarista, sino para encargarse del mantenimiento de las redes comerciales a larga distancia y al control interno de la ciudad (Von Winning, 1987, tomo I; Angulo, 2002). 

En Teotihuacán, hombres y mujeres difícilmente pudieron haber reducido sus actividades a la guerra, al cuidado de los niños, al hilado y al tejido, porque diariamente realizaban una gran diversidad de actividades productivas, como queda de manifiesto en los cientos de talleres localizados en la ciudad dedicados a la alfarería y al trabajo de la obsidiana, la mica y la pizarra; y se sabe que en diferentes grados de especialidad, también se trabajó la cestería, la pintura, la lapidaria y la sastrería. Esos oficios se llevaban a cabo en talleres, pero un gran porcentaje de la población debió dedicarse a la agricultura, a la extracción de la materia prima, a tareas constructivas de la ciudad, al intercambio, al resguardo de los emisarios que visitan lejanas regiones, a la seguridad de la población, a la celebración del culto y a la conducción política del Estado.

Con excepción de la pintura mural en la que se observa a los encargados del culto (que parecen ser tanto hombres como mujeres), ningún soporte muestra a los sujetos realizando actividades que señalen las labores, el deber ser, la misión, el destino o el ideal de uno y otro sexo; así que lo más probable es que la división del trabajo en Teotihuacán no estuviera determinada por el género, sino que las tareas fuesen compartidas por todos los miembros de la unidad doméstica o el conjunto habitacional (Wiesheu, 2006) (fig. 7, 8).

A pesar del intento de Pasztory por identificar los valores y roles propios de la pareja divina y la propuesta de Headrick, en Teotihuacán no existe una identidad genérica explícita ni en la pintura mural ni en las figurillas cerámicas. De no ser por la vestimenta –ambigua en algunos casos- es imposible determinar rasgos femeninos o masculinos, mucho menos valores o actividades propios de cada género. En ninguno de los dos planos –divino y mortal-, salvo por la vestimenta, se refuerza la identidad de género, y además permanecen muy bien diferenciados. Pasztory intenta identificar los valores propios de cada género, pero parte de un principio que debe ser resaltado: no existe en Teotihuacán una identidad genérica explícita (1976; 1992; 1997). Por ello, sería factible que, como señalan Brumfiel (1998) y De Lucia (en prensa), el género no haya sido un principio fundamental en la organización de la sociedad teotihuacana y esto explique, entre otras cosas, que no puedan definirse con claridad, los ideales femeninos y masculinos a partir de las deidades dominantes como si ocurre con la sociedad mexica.

COMENTARIOS FINALES

El Estado teotihuacano, más que controlador y coercitivo, debió buscar la identificación entre los habitantes y por ello, no enfatizó o reglamentó el comportamiento de hombres y mujeres, como sí se observa con el Estado mexica para el Posclásico, donde los espacios y las actividades propios para cada sexo estaban bien definidos. A pesar de las similitudes y las permanencias que pudieran señalarse, no se debe caer en la tentación de asumir un continuum entre teotihuacanos y mexicas, sin cambios o transformaciones esenciales, pues difícilmente podría asegurarse que inclusive se conservaron intactas las connotaciones simbólicas.

El estudio de la identidad de género es una herramienta poderosa que debe permitir no sólo identificar las relaciones entre hombres y mujeres, sino entender cuestiones de índole política, económica y cultural, aparentemente lejanas de la categoría de género; tal como la organización de dos tipos de estados distantes en el tiempo con intereses muy diferentes. Pensar en otras formas de construir el género en el pasado, cuestiona supuestos como el de la aparente jerarquización social y asimetría de género que se establece en las ciudades-estado, pone a prueba los modelos de explicación occidentales que no encajan con la realidad mesoamericana, nos enfrenta a nuestros prejuicios y nos obliga a pensar en nuevas interpretaciones.

[1]La alternativa, como sugiere Goldsmith (2000), reside en la utilización de otras fuentes como: la cerámica, los murales, la escultura, o como lo hiciera Séjourné (1966), la lectura de las crónicas del siglo XVI. Claro que cualquier análisis implica una crítica de fuentes y se debe tener precaución en trasladar información de un cronotopos específico.


 

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