Jue. Nov 21st, 2024

Es una mirada solidaria, tierna, candorosa. Es también un acercamiento descarnado, doloroso. Y es además un reclamo social, un llamado de atención hacia los marginados, hacia los desposeídos. Finalmente, se trata de una denuncia sobre el clasismo, sobre la hipocresía general, sobre la deshumanización de la humanidad.

‘El Tonaya no perdona’ es un libro presentado en la casa-estudio Ocelote, escrito por Edson Lechuga, escritor con estudios en filosofía oriundo de Pahuatlán, Puebla, en la huasteca poblana, quien joven emigrara a la ciudad de México, para 15 años después asentarse por otros 15 años en Barcelona y ahora de regreso oscilar entre su tierra natal y las tierras chilangas.

En principio de cuentas, una necesaria acotación del autor: El Tonayan es un tequila de muy baja calidad y extremadamente barato, que chupa toda la banda en todo el país, todos los “sin techo”, todos los pordioseros, todos los indigentes, todos los teporochos. Ese tequila proviene del pueblito de Jalisco donde fue destilado, pero en muchos lugares, la Ciudad de México incluida, al nombre la banda le quitó la “n” final.

Edson Lechuga sitúa su relato en “alguna esquina” del centro histórico del DF (reacio confeso a cambiarle el nombre por ciudad de México, “porque para nosotros es todavía Distrito Federal y nadie nos consultó para cambiarle de nombre”), donde se junta un grupo de teporochos, a quienes él veía cada vez que iba al trabajo. “Siempre llevaba mis 5-10 pesitos pal talón, pues a eso se dedican: a pedir pal pomo”.

Y ya entrados en confianza le permitieron entrar en sus territorios, en sus costumbres, en sus dolores, en sus mentes y en sus almas.

La vida de esos desposeídos dice verla desnuda de todo. Le dijeron: “nos suben a la patrulla, dos cuadras y nos bajan; llega la ambulancia, dos cuadras y nos bajan; llega salubridad, dos cuadras y nos bajan; llegan los alcohólicos anónimos, los testigos de Jehová, los adventistas del séptimo día, los de Oceánica, dos cuadras y nos bajan… no saben qué hacer con nosotros”.

Ese comentario afirma que motivo su reflexión: No sabemos si mirarlos o no mirarlos, si mirar para otro lado, si darles 10 varos, si hacerte su cuate para que no te maten, pues como hemos estigmatizado mucho a esta población, muchos pensamos que ser teporocho es ser criminal. A la pobreza la hemos estigmatizado de forma abominable. El que es pobre, es delincuente.

Para que su relato tuviese veracidad, confiesa que debió usar un lenguaje “súper crudo”. En “El Tonaya no perdona” –advierte- la mentada de madre es lo más dulce que se dice.

Paciencia y perseverancia fueron sus herramientas para introducirse al escuadrón de la muerte. “Después de semanas de acercamiento, los visitaba ya muy frecuentemente. Viven en la libertad absoluta, pese a ser un precio carísimo. No están legislados por el estado, no están legislados por la salud, no están legislados por la moral, no están legislados por la ética, no están legislados por la religión, no están legislados por la filosofía, no están legislados por el día o la noche… Puedes llegar a las 4 de la mañana y están bailando cumbias; no están legislados por el género, se aparean unos con otros, otros con otras. Hay un personaje llamado ‘la güera’, que no es güera, sino güero, aunque yo no supe si era güera o güero”.

Y ese estatus de “libertad” Lechuga lo comparó con el estado de estrés, tensión, ocupaciones y preocupaciones que nos asolan a quienes vivimos en la “normalidad”, que a su vez “es parte de lo social”.

En esa meditación, convino consigo mismo que su primer acercamiento literario a esa banda fue muy pudoroso, pensó por ello despojarse del miedo a la palabra: “no es lo mismo decir “guarda esta botella porque hay policía”, a decir “entúzate el pomo, valedor, porque anda campaneando la tira”. “Si lo digo con voz neutra, pierde sentido, ya no es lo que es”.

La literatura en la periferia la califica como más interesante, pues el elemento de riesgo y de inestabilidad le suma valor. Y el escuadrón de la muerte está en la periferia, no del “DF”, está en la periferia de todo, de lo moral, de lo ético, de lo filosófico…

Se llaman teporochos porque décadas atrás pagaban ocho centavos por un té con aguardiente: “té por ocho”. Y se llaman pordioseros porque piden “por Dios… por Diosito”.

En temas tan escabrosos como un grupo de teporochos tirados al sol, afirma que hay poseía, aunque sea escalofriante. Entonces también hay estética.

Dentro de toda esta fatalidad, de este desgarre, de esta crudeza en la historia de los personajes, “El Tonaya no perdona pretende echar un vistazo a que eso también es bello. Y a nominarlos, porque existen, están afuera, viven, respiran. Y son sujetos plenos de derecho, igual que Claudia Sheinbaum. Pero los odiamos, los minimizamos, los evitamos, no sabemos qué hacer con ellos”.

Con información de primera mano, Edson Lechuga afirma que para ellos la calle es una posibilidad. La casa es la seguridad, es el hogar, la familia, la tele, los libros, la sopa. La calle es la posibilidad… de lo que sea, para bien y para mal. Y ellos lo tienen muy claro.

Y señala un mito que hay que desbrozar: a veces se cree que caen en el alcoholismo porque alguien murió o se les perdió un hijo. No. A veces son teporochos simplemente porque quieren, porque les encanta el olor a alcantarilla. Claro, esto atravesado por un proceso bioquímico, neurológico, de adicción.

En suma, Edson Lechuga presenta una inmersión sensible, pero rigurosamente descarnada, de una de las islas humanas más comunes y extendidas, pero, paradójicamente, más cerradas: los parias… El escuadrón de la muerte.

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