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Los amantes de Teruel

Piedra de toque

Publicados por primera vez en 1984, tras la muerte de Julio Cortázar, y leídos por Gabriel García Márquez en el Coloquio 2004 de la Cátedra Julio Cortázar e incluido en la edición conmemorativa de la RAE en su homenaje, al cumplirse 20 años del fallecimiento de su amigo argentino, los fragmentos presentados a continuación significan, al tiempo, un bosquejo de perfil de un cuentista a otro cuentista, un ahora y siempre de un amigo a otro amigo y un signo en la historia de la literatura latinoamericana y mundial.

Gabriel García Márquez:

Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos.

Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta centavos, entre peloteros mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquel era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.

Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del Boulevard Saint-Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición.

Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón.

Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados —«El otro cielo»—, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina.

Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar lo describió así: “Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia”. Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante.

Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor.

Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo.

En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.

Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo.

Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte.

Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente.

En alguna parte de «La vuelta al día en ochenta mundos» un grupo de amigos no puede soportar la risa, ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar.

Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

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