Dom. May 19th, 2024
Restauración de los murales del Palacio de Gobierno de Tlaxcala

Isaac García Venegas

(Sistema Faros CDMX)

La primera es que la inversión del Estado mexicano es escasa en lo relacionado con la educación, el desarrollo científico, la cultura y el arte. Si para 2017 el gasto total en educación fue de 3.6 por ciento del Producto Interno Bruto, en ciencia y tecnología, en lo que va del sexenio ha sido de 0.5 por ciento, como lo dijo, con cierto tono de desencan­to, el Dr. Enrique Cabrero, director del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Considerada ésta un área prioritaria para el actual gobierno, ¿qué se puede esperar de la cultura y el arte, a las que desde hace tiempo se les considera como un área secundaria? Según datos de la CEPAL, en el rubro de “actividades recreativas, cultura y religión” la inversión en nuestro país pasó del 0.1 por ciento del PIB en el año 2000 al 0.2 por ciento en el 2015. Sin em­bargo, hace unos meses, en febrero del presente año para ser exactos, el rector de la UNAM, Enrique Graue –sostuvo que en 2016 el gasto público en actividades culturales fue del 0.15 por ciento, escandalosamente por debajo de la aportación del sector cultural al PIB, que en 2016 fue de 3.3 por ciento. Las cifras pueden variar, pero todas in­dican lo mismo: escasa inversión, lo cual afecta directamente a la creación, condenándola a la precariedad e inestabilidad.

La segunda es que, además, el Estado se ha desentendido por completo de la creación como un elemento indispensable para alcanzar una sociedad responsable, libre, abierta, crítica, con plenos derechos. Ocupado en ofrecer mano de obra barata con ciertas habilidades, ha puesto su énfasis en una educación basada en la adaptación al mercado, en la que prevalece una muy empobrecida visión técnica, prácticamente reducida al aprendizaje del inglés, algo de computación y una forma de habitar el mundo en el que la libertad se circuns­cribe a la elección acotada e inducida entre opciones dadas por el mercado: prácticamente a ejercer el like de las redes sociales. En este contexto, para la mayor parte de la población, sobre todo en su etapa de forma­ción, que es la decisiva, la creación, su experiencia, es por completo ajena y prescindible. Por supuesto, esto tiene efectos nocivos sobre ella, lo mismo en cuanto a la posibilidad de hallar una vocación a edad temprana o un empleo o una forma de vida que en la imposibilidad de apreciar y aquilatar el acto creativo, esto es, ausen­cia de un público masivo capaz de comprenderlo, analizarlo y criticarlo.

La tercera es que, la iniciativa privada, como siempre, suele ocupar los espacios a los que el Estado renuncia. El problema es que parte de ella suele estar más ocupada en el tema del mercado y las ganancias, que, en la sociedad y su desarrollo, para ellos importa más el consumidor frenético que el ciudadano reflexivo. Con ello, traslada la sanción sobre el arte a cierto tipo de mediadores y de consumidores que refuerzan la concepción del acto creativo como algo profundamente elitista, cuyo juego central se basa en la producción de lo que el mercado demanda y el colocarse en el “circuito” correspondiente con los contactos “adecuados” para poder vender lo que se produce. En este sentido, los medios de comunicación masiva, incluida la red, tienen un papel preponderante.

Estas tres condiciones configuran un contexto particular, el mexicano, dentro del cual el creador suele definir­se. En lo personal, me parece muy difícil pensarlo desde una sola óptica, sea como oficio, empleo, profesión, vocación o talento. Pienso que el contexto contribuye a exaltar uno u otro aspecto, a poner énfasis en una u otra cosa, lo cual no quiere decir que el creador sea solamente eso. Si lo que prevalece es el individualismo propio del marcado, entonces se exalta, sobre todo, el talento, que es impensable sin la vocación, manifesta­ciones de una suerte de genialidad que es sancionada por una especial difusión en los campos correspondien­tes. El creador se nos presenta como una suerte de self made man, que obedece más a las iluminaciones de las musas que a su interacción con la realidad.

Si, por el contrario, se pone énfasis en el trabajo, entonces puede hablarse del creador como un empleado. Alguien le paga por crear. A menudo suele pensarse, de manera engañosa, que se puede prescindir de la vo­cación o el talento, cosa si no falsa por lo menos inexacta. Lo cierto es que el resultado de este acto creativo como trabajo, la mayoría de las veces no es del todo reconocido ni entra a los grandes circuitos del arte, pero cumple su función. Para que se entienda esto, déjenme poner el ejemplo de un libro. En éste se suele exaltar su contenido literal pero no de igual forma su diseño, tipografía, terminado, impresión, vaya, el libro en cuanto a objeto. Por ejemplo, en la Biblioteca Nacional de Madrid hay una exposición sobre el libro y sus transforma­ciones. La exposición está basada en el objeto libro, más allá de sus contenidos. La última sala cuenta con decenas de libros que el visitante puede revisar libremente, pero después del recorrido, su mirada se centra en el libro objeto, no en el contenido. Eso es arte, eso está constituido por actos creativos, pero sus productores son concebidos como trabajadores.

En otros casos, cuando lo que se pretende es inser­tarse en el mundo económico para sostenerse, sin una educación formal de por medio, no es extraño que al creador se le piense desde la perspectiva del oficio. Como lo han demostrado las Fábricas de Ar­tes y Oficios de la ciudad de México, éste, además de ser un modo de inserción económica, está íntima­mente asociado al arte, al acto creativo propio del arte. Oficios como la herrería, la carpintería, el “di­seño de modas”, por mencionar solamente algunos, combinan de una manera extraordinaria la utilidad con la estética, la funcionalidad con la belleza. Pasearse por las Fábricas de Artes y Oficios existentes en la ciudad de México, es adentrarse en una di­mensión artística quizá comparable con museos y escuelas de arte propiamente dichas.

Todas estas concepciones viven y conviven. Son los contextos los que enfatizan una o exaltan otra. Hablé al principio de un contexto general en México. Ese contexto tiene contrapuntos, uno de los cuales es la ciudad de México. Apenas, se promulgó la Ley de los Derechos Culturales de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México, que por lo menos legalmente garantiza la protección de los intereses de individuos, gru­pos y comunidades culturales, y que postula la creación del Instituto de Derechos Culturales, “órgano encar­gado de proteger el interés cultural de los habitantes o visitantes de la Ciudad de México”. Esta Ley resulta un avance significativo para la cultura, y dentro de ella, para el arte y los creadores que, aunado a la Constitución Política de la Ciudad de México, defienden la libertad de creación, el disfrute del acto creativo, y postulan la necesidad de un bienestar material para el trabajador de la cultura, el artista.

Aunado a ello, en la ciudad de México se ha asumido la cultura como parte de una política pública encaminada a consolidar ciudadanos plenos. Las Fábricas de Artes y Oficios son uno de los proyectos más exitosos en este sentido. Nos han enseñado sobre todo que el acto creativo, con su libertad y autonomía, y la formación de públicos sensibles a ese acto (pero también, capaz de incorporarlo a su vida cotidiana), requiere de una base material y económica que lo permita. La gratuidad de su educación no formal y sus servicios es el gran secreto de su éxito.

Sin embargo, fuera de las fábricas y de esta nueva dimensión adquirida, los creadores que allí se forman, cuando salen al mundo del trabajo, se hallan ante el panorama precario e inestable del que hablé en un princi­pio. Esto quiere decir que, si bien legislaciones y la consolidación de espacios culturales son centrales, no son suficientes. Sigue faltando en efecto una base material que permita al creador dedicarse a lo suyo. Esa base material puede venir de la iniciativa privada o pública, pero es fundamental que la parte central provenga del gobierno en sus distintos niveles como inversión en beneficio de su sociedad.

Para tal efecto, me parece central concebir al creador como un profesional que, en primer lugar, suponga una auto adscripción reconocida por una institución gubernamental. Aquí es necesario aventurar una de­finición básica y general del creador. Quizá la mejor sea aquella que lo ve como el que interpreta y trans­forma el mundo, a partir de un criterio estético para refundarlo en un acto creativo. En otras palabras, un profesional de la interpretación y transformación estética del mundo. Quien se reconozca en esto podría autodefinirse como creador. Esta auto adscripción debiera significar una serie de beneficios como seguri­dad social, jubilación, cajas de ahorro, apoyos para la capacitación/profesionalización, circuitos gratuitos de exposición, posibilidad de organización sindical, etcétera. Asimismo, es necesario que socialmente se reconozca el decisivo papel que tienen dentro de la colectividad, no sólo en términos simbólicos y cultura­les, sino también económicos.

Me parece importante subrayar que este reconocimiento legal, político y económico del creador no debe ser un nuevo mecanismo de discriminación, como en cierto sentido lo son las becas del Conaculta, cuya capacidad para crear “mafias” sancionadoras está probada desde su origen, sino la base material mínima que permita el libre desarrollo de la vocación y el talento, cuyo reconocimiento tampoco puede depender del tí­tulo dado por la sanción de la educación formal o de la sola experiencia del oficio, pero tampoco de un comité que decida quién es creador o no.

De este modo, me parece, también puede combatirse el énfasis que se le está dando a ciertos ámbitos, como por ejemplo las artes visuales, en detrimento de las artes escénicas e incluso del artesano. Y también es cierto que esta base material debe asumirse por parte del creador como un compromiso indiscutible con la sociedad en la que vive (no con el gobierno). Es necesario que, de existir esta base material, interactúe con la sociedad que con sus impuestos ofrece esa base material. Al mismo tiempo, también es necesario que el Estado asuma la creación de públicos para la creación como un compromiso educativo irrenunciable desde la educación básica. Un giro radical en la educación es necesario. Sin necesariamente abandonar las “compe­tencias” y las “habilidades”, sería necesario y utilísimo retroalimentarlas con la reflexión, la crítica y la apre­ciación del acto creativo para fomentar, también, el hallazgo de una vocación y no solamente de un empleo.

En suma, me parece que en términos legales y económicos es necesario que al creador se le reconozca como un profesional. Eso por supuesto no le quita ni la vocación ni el talento, así como tampoco excluye el empleo o autoempleo ni la formación artística a partir del oficio.

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