Montserrat Patricia Rebollo Cruz
Un tema destacado en las políticas culturales a nivel internacional es el de la patrimonialización de los bienes culturales, en sus dimensiones inmaterial, material y biocultural. En este artículo solo hablaremos de la patrimonialización del patrimonio cultural inmaterial (PCI), tema que ha tenido eco y respuesta a nivel de Estados nacionales y locales, pues qué cultura no patrimonializa o atesora lo propio, pero también lo reinventa, recrea, migra, conserva, negocia y comparte con un sinfín de actores sociales que lo observan, lo viven y participan de la valoración, que le concede la propia cultura que la vive y la práctica, aunque no todos lo hagan de la misma manera.
La patrimonialización de bienes inmateriales expresados en la tradición oral, las cosmogonía, danzas, carnavales, lenguas o técnicas y saberes tradicionales, también nos hace considerar otras formas de valoración, además de la simbólico-cultural, que le concede la cultura que la vive y reproduce, como la valoración económica, la valoración política y la valoración social (infra).
Patrimonializar de inmediato refiere a nuevos actores sociales con quienes se generan nuevos lenguajes, tensiones, conflictos, intereses y puntos de vista acerca de la manera de revalorar y poner en práctica la salvaguarda de los bienes culturales patrimonializados, adecuados a las demandas de nuevos contextos, como el de las lógicas de mercado, espectáculo y recurso de negociación en la esfera política.
¿QUÉ SON LOS PROCESOS DE PATRIMONIALIZACIÓN?
En primer lugar, debemos entender que el patrimonio de una cultura determinada está conformado a partir de un proceso de selección y valoración que pone a la luz del reflector la manifestación cultural por encima de cualquier otra expresión de la misma. Es a este proceso al que se le denomina patrimonialización, es decir, […] “es un proceso de producción de significados” (Machuca, 2011: 291-292 [apud. Amescua: 2013]) profundamente relacionado con el contexto de producción y reproducción, por medio del cual las comunidades y grupos humanos (y por ende los individuos) les otorgan particular relevancia o importancia a ciertos elementos de la cultura […]” (Amescua, 2013).
Entender la patrimonialización como proceso, nos hace pensarlo en términos lineales, como único, pero esto no es así, ya que un proceso de patrimonialización se construye a partir de diversos procesos que son dados desde los diversos actores sociales que intervienen de manera activa y pasiva. Por ejemplo, creadores y practicantes de las expresiones culturales patrimonializadas, instancias de gobierno y de cultura en sus diversos niveles, académicos, empresarios, gestores, públicos, organizaciones civiles, entre otros. También tiene la característica de estar en constante movimiento, en articulación de significaciones, intereses, apropiaciones, posicionamientos y valoraciones, que responden en los cambios intrínsecos de la práctica viva de una cultura, a este resultado se le llama un proceso de patrimonialización.
Dicho lo anterior, propongo observar dos dimensiones dentro de los procesos de patrimonialización en una cultura: por un lado, la valoración que viene y se sostiene desde sus creadores y practicantes, a la que denomino valoración autogénica; y por otro lado los procesos de valoración heterogénica, mismos que son generados y/o intervenidos por terceros —políticas culturales, gobiernos locales, académicos, empresarios, organizaciones no gubernamentales (ONG), diversos públicos—, es decir aquellos procesos de patrimonialización en donde la valoración de los bienes culturales son compartidos y dispuestos para la canalización de otras vertientes de re-valoración y reconocimiento que trasciendan lo local (aquí incorporo, incluso, algunos portadores y practicantes no creadores) (Rebollo, 2016:26).
Las categorías de valoración autogénica y heterogénica son una propuesta de carácter operativo para identificar estos dos niveles de valoración en un proceso de patrimonialización, cuyo crédito debo a Hilario Topete Lara, quien, en un ejercicio de reflexión, derivado de la inquietud para denominar estas valoraciones, me propuso los calificativos que ahora utilizo, en el mes de julio de 2014.
Las categorías de valoración autogénica y valoración heterogénica son de carácter operativo, con la única finalidad de hacer la distinción y lograr trabajar estas dimensiones al interior de un proceso de patrimonialización, considerando que, en la realidad, no están disociadas, al contrario, la patrimonialización conjuga estas valoraciones a partir de los actores que hacen posible la patrimonialización de un bien cultural.
Las estrategias de salvaguardia a nivel internacional, mismas que han sido adoptadas por los Estados-nación y más tarde por los gobiernos locales. Un claro ejemplo, son las declaratorias emitidas por la Unesco, destacando la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
En ellas, el proceso de valoración rebasa la dimensión cultural y se convierte en un acontecimiento que responde a intereses de carácter cultural, político, económico y social.
Se trata de perspectivas dinámicas que hoy son utilizadas como un recurso político y de negociación entre los diversos niveles de gobierno y las sociedades a las que pertenecen las expresiones culturales puestas en valor, compartidas ahora, esos bienes culturales son, muchas veces, convertidos en espectáculos folclóricos, teatralizaciones o performances, que son (o están) desprovistos de sentido simbólico y función social.
La Convención [de 2003] obliga a la participación de las comunidades en toda la cadena, que abarca desde la declaratoria hasta la implementación de políticas de salvaguardia, pues es inconcebible imaginar la salvaguardia del PCI sin una relación productiva entre instituciones políticas y portadores (Barquín, 2014:6).
El término folclor fue utilizado durante mucho tiempo para definir el saber tradicional de un pueblo, bajo una lógica occidental de distanciar la cultura de occidente y por ende civilizado, frente al resto de las culturas vistas como primitivas. La Dra. Lourdes Arizpe advierte: El término “tradición” opaca las raíces contemporáneas o multiculturales de muchas prácticas y detiene las habilidades creativas de los grupos que de forma legítima demandan una libertad cultural para cambiar lo que decidan. Peor aún, al omitir el contexto que le confiere significado a los objetos y actividades rituales y festivas, el concepto “folclor” fragmenta las prácticas culturales hasta volverlas sólo piezas de museo (Arizpe, 2006:22-23). En la actualidad hablar de folclor, nos remite a pensarlo en una visión eurocéntrica, ya rebasada en campos como el académico y el político; sin embargo, está noción ha sido adoptada en otros espacios como el del espectáculo, en donde se busca escenificar y estetizar aquello que era concebido como saber tradicional. Un ejemplo podría ser el Ballet Folclórico de Amalia Hernández, espectáculo que busca representar danzas pertenecientes a diversos grupos étnicos de México, y su mérito recae en la forma de representar la riqueza cultural del país en un escenario, pero su labor no recupera el significado y el sentir de sus practicantes-portadores de dichas danzas, lo que se consigue es descontextualizar la práctica para ser llevada a otros espacios para su apreciación por parte de otros públicos.
Lo anterior no lo menciono en un sentido de descalificación, al contrario, el espectáculo, el folclor, la teatralización y el performance tienen su lugar y su mérito como acción y creatividad humana; sin embargo, una expresión cultural no puede convertirse en sólo eso, un espectáculo, en donde muchas veces es visto como el recurso para la salvaguarda del patrimonio vivo.
Esto obliga a pensar si estamos en presencia de otra manera de salvaguardar un bien cultural, en un contexto de globalización y modernidad, en donde la patrimonialización orilla a los practicantes a entrar a nuevos procesos de valoración, significación o resignificación de su cultura en colaboración con otros actores sociales como las instancias de cultura, los gestores, los académicos, los empresarios o el turismo, entre otros.
Para Kirshenblatt-Gimblett el patrimonio no existe en sí mismo, sino que se trata de “un modo de producción cultural que le da a aquello que está en peligro o fuera de moda, un segundo aire como una exhibición de sí mismo” (Kirshenblatt- Gimblett, 2004 [apud. Amescua, 2015:29]).
De acuerdo con Kirshenblatt- Gimblett, considero que este matiz en la patrimonialización de los bienes inmateriales, en este contexto, se vive como eso como un segundo aire en la manera de significar y compartir la patrimonialización. Sin embargo, también es cierto que la coyuntura que se genera alrededor de la patrimonialización a través de las Declaratorias, hacen de ella un campo de posicionamientos y posibilidades de valoración que se generan a partir de la participación activa de los múltiples actores sociales que intervienen en la re- valoración del bien patrimonializado. Este diálogo e intervención se hace necesario al convertir el patrimonio en un recurso político, económico, cultural, simbólico, etcétera.
Como menciona García Canclini:
Cabe señalar que la participación de múltiples instancias públicas y actores sociales en las tareas relacionadas con el patrimonio cultural ha sido fruto no del azar, sino de la necesidad: la vastedad del patrimonio y la limitación de los recursos para atenderlo, su condición de propiedad común de la nación —y por ende, la responsabilidad común de conservarlo—, la distinta índole de las funciones que reclama su atención y el tipo de organización social y política del país, hacen no sólo conveniente sino necesario el funcionamiento de diferentes instituciones públicas y organizaciones civiles y la participación de las tres órdenes de gobierno y el sector privado (García, 2013: 104).
La diversidad de actores en un proceso de patrimonialización crea un escenario en donde todos se colocan —desde su respectiva posición— en una postura a favor de la salvaguarda de los bienes culturales; sin embargo, la tensión y el conflicto se suscita a partir de la confrontación de los intereses, expectativas, compromisos y valoraciones de cada actor, lo que asegura que, por muy modesta que sea su intervención en el proceso de patrimonialización, siempre traerá una consecuencia en la valoración y en el impacto que resultará de este ejercicio.
La patrimonialización tampoco puede estandarizarse ni enjuiciarse como buena o mala, al contrario, sus aplicaciones e impactos serán dictados por cada hecho concreto, lo que produce una amplia gama de experiencias en donde, por un lado, la patrimonialización se ha convertido en la opción de defensa, conservación, de cohesión social y garante de la vigencia de los bienes culturales; por otro lado, constituye un campo de tensiones y disputas en donde los intereses de cada actor se anteponen o se consensan en una atmósfera de posesión y de disposición del bien patrimonializado.
Los procesos de patrimonialización generan espacios de disputa política, económica y cultural entre todos los actores que participan. Estos espacios son propiciados a partir de las acciones que se construyen alrededor del bien patrimonializado, como “…quién decide qué se patrimonializa, cómo se distribuirán los beneficios y quiénes tienen el derecho al uso, la propiedad, la circulación y la distribución de los bienes y saberes patrimonializados” (Chávez, 2010:12) y podríamos agregar qué ocurre con los derechos de propiedad sobre el bien cultural resultante de la patrimonialización.
En un proceso de patrimonialización identifico cinco valoraciones que en su interior puede contener otras. Las detallo a continuación.
Valoración simbólico-cultural. Es la capacidad intrínseca y dada a partir de la valoración autogénica sostenida en los practicantes de la expresión viva de la cultura. Esta valoración se sostiene en la conservación y transmisión de las tradiciones valorando y revalorando las destrezas, habilidades y conocimientos que son transmitidos de generación en generación, anteponiendo cómo la expresión cultural permite dar sentido de identidad, pertenencia y vida a la cultura que la posee.
Esta valoración después de un proceso de patrimonialización puede tener una segunda dimensión, a la que defino como valor de significado externo o compartido con otros, mismo que resulta de la patrimonialización y deviene en valores extra culturales, cosmopolitismo cultural, que hacen de la expresión inmaterial un resultado performativo.
La valoración performativa podría considerarse una dimensión más dentro de la valoración simbólico-cultural, definiéndola a partir de observar los procesos de patrimonialización en donde los bienes culturales, en apariencia, se conservan —no de manera purista— sino que aún la expresión cultural tiene sentido al interior de la cultura a la que pertenece, a pesar de su proceso de patrimonialización, en donde pudo haberse descontextualizado el significado y el sentido de la práctica misma, llevándola a un contexto de performance, en donde la expresión cultural se busca poner en escena o en disposición de los demás y de los propios practicantes como producto performativo, derivado de una realidad cultural.
El performance como resultado de las concesiones y participación activa de los practicantes de la expresión patrimonializada, son quienes deciden qué poner y qué no en escena como muestra de su cultura, el cómo se pone en escena, es acordado con el resto de los actores que intervienen en el proceso de patrimonialización. Entonces, las expresiones culturales tienen la posibilidad de ser convertidas en performance mediante su proceso de patrimonialización.
El performance no se limita a las artes del espectáculo —como lo define el ámbito de la Unesco—, habría que pensar el performance en otros ámbitos del patrimonio inmaterial, incluida la lengua y las formas de expresión cultural como la crítica política y la innovación de sus prácticas en nuevos contextos. El performance como expresión de lo simbólico y como una posibilidad más dentro de la valoración y no como único destino de un proceso de patrimonialización.
Valoración política dada en dos dimensiones, por un lado, la valoración política interna refiriéndome a cómo un bien cultural inmaterial opera y contribuye a la organización política de la cultura a la que pertenece, otorgando orden y reconocimiento a sus autoridades tradicionales, morales y espirituales.
Por otro lado, existe la valoración política externa misma que es expresada a partir de consolidar un proceso de patrimonialización en donde el valor político de la expresión es adoptado, además de por los practicantes de la cultura, por diversos actores y en diversas escalas —internacional, nacional, local, incluso individual—. Esta valoración es heterogénica.
Valoración económica es perceptible a partir de dos dimensiones: por un lado, el bien cultural patrimonializado puede tener una valoración económica primaria; es decir, el valor económico inherente y necesario que se requiere para la realización y conservación de la expresión cultural viva y, la segunda, es la valoración económica secundaria que se puede observar como una de las expectativas y/o productos de un proceso de patrimonialización en una lógica, en donde la expresión patrimonializada puede adquirir el carácter de recurso económico, convirtiéndose en una fuente de ingreso, a diversas escalas y por los diferentes actores, que participan en la patrimonialización. Ambas valoraciones responden a procesos y lógicas diferentes, alrededor del bien patrimonializado.
Aquí pienso en los gastos necesarios que demanda la realización de una danza, por ejemplo, en el caso de la danza de los voladores se necesita invertir en indumentaria, calzado, además del costo que implica hacer un corte y arrastre de palo volador.
Valoración social. La identifico también en dos dimensiones: por un lado, la valoración y función social que le otorgan los practicantes a su expresión cultural, establecida y significada desde las relaciones de parentesco, organización social tradicional y su reconfiguración que responde a estímulos externos vinculados con la patrimonialización; y la relación e interacción que tienen los actores en sociedad. La segunda dimensión es la valoración social, derivada de un ejercicio de patrimonialización en donde el beneficio individual (de algunos actores sociales) se genera a partir del supuesto beneficio social.
REFLEXIONES FINALES
La propuesta de considerar diversas valoraciones dentro de un proceso de patrimonialización, como en el caso de las declaratorias ante la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco, responde sólo a considerar que debemos tomar en cuenta en el momento de documentar o analizar experiencias, como es la multiplicidad de actores sociales identificados en su interior —creadores y practicantes de las expresiones culturales patrimonializadas, instancias de gobierno y de cultura en sus diversos niveles, académicos, empresarios, gestores, públicos, organizaciones civiles, entre otros— y que dan como resultado convertir expresiones culturales inmateriales en campos de disputa entre quienes participan, dejando de lado el verdadero objetivo que es garantizar la salvaguarda de la expresión puesta en valor.
Una reflexión importante que continuaré investigando es cómo las declaratorias de patrimonio inmaterial tienden a generar performances culturales; es decir, hacen de las expresiones culturales patrimonializadas una especie de nueva selección, decidiendo qué se pone en escena ante los ojos y valoración del mundo, haciendo de sus practicantes-portadores de la cultura un actor más del consenso y valoración heterogénica.
La expresión inmaterial patrimonializada genera de manera intrínseca un campo de posicionamientos, de acuerdo al nuevo uso de la expresión viva, lo que me hace pensar que lo que realmente se pone en disputa es el resultado performativo que se hace de la expresión viva, y no la propia manifestación inmaterial; en donde se retoman elementos tradicionales, pero no se muestra el verdadero sentido cultural que para sus practicantes tiene.
Muchas veces el resultado performativo de la expresión viva es el que termina por concentrar los esfuerzos y reconocimientos, olvidándose del verdadero ejercicio de salvaguarda, lo que tampoco hace descartar que el performance cultural pueda ser una dimensión de revaloración y salvaguarda de la expresión viva, sobre todo al involucrar a nuevas generaciones.
Ahora bien, pareciese que el contexto actual está bajo el efecto de una fiebre patrimonializadora, pero esto ¿a qué responde? No tengo la respuesta, pero es una pregunta que podríamos hacer a los Estados-parte, a los estudiosos de la cultura, a los promotores culturales, a las ONG´S, y a los propios practicantes-portadores de la cultura.
Además, deberíamos cuestionarnos sobre ¿Cómo estamos participando y contribuyendo a los procesos de patrimonialización? ¿De qué manera garantizamos el acompañamiento responsable en estos procesos de patrimonialización, sin caer sólo en ejercicios aislados y abandonos a medio camino? El reto ya lo tenemos enfrente.
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