Mié. May 8th, 2024
Telar de cintura

Carolina Vanegas Carrasco1

Centro de Investigaciones en Arte y Patrimonio, Conicet-Unsam

Durante los procesos de independencia y en especial después de su culminación, los nuevos ciudadanos de los países americanos construyeron para sí un relato de nación. En esta “invención de la tradición”2 las imágenes tuvieron un lugar fundamental, en estrecha relación con los textos que conformaron dichas narrativas3.  Este proceso no estuvo exento de disputas y contradicciones, dado el interés de las élites de articular una historia de patria occidental, con los ideales de progreso y civilización como bandera, de acuerdo con sus referentes europeos. Las comunidades indígenas sobrevivientes desafiaban la solidez de este discurso, en cuanto se consideraban pervivencias de un pasado que se quería dejar atrás.

A partir de la Constitución de Cádiz de 1812 se modificaron los acuerdos con las comunidades indígenas que fueron en desmedro del reconocimiento de su diferencia, para ser incorporados como ciudadanos de las nuevas naciones independientes4. Este proceso implicó con el correr del siglo el fortalecimiento de la idea del mejoramiento de la “raza”, con del mestizaje y la implementación de políticas de eugenesia en aras de un supuesto progreso racial5. Teniendo como objetivo el establecimiento de una línea evolutiva que sustentara estas concepciones, era preciso consolidar la idea de lo indígena como pasado y superado.

Dentro de un amplio espectro de imágenes utilizadas con estos fines —pinturas, fotografías, grabados, impresos— nos interesa centrarnos en un tipo de imagen menos estudiada desde esta perspectiva: la escultura pública conmemorativa. Si se considera el auge de esta práctica desde fines del siglo XIX hasta comienzos del XX, puede verificarse su importante papel en la consolidación visual de las historias nacionales6. Si el monumento público fue el correlato de la historia de los “grandes hombres”7, vale la pena pensar cómo se integró en este relato la participación indígena.

Con este objetivo, es preciso iniciar considerando que el monumento conmemorativo, dado su carácter tridimensional, figurativo y realista, tiende a cumplir con especial intensidad la función transitiva de la imagen, por medio de la cual, siguiendo a Louis Marin, se hace presente lo ausente, en la que el personaje representado es. Sin embargo, su complejidad como representación está en contrastar ésta con su función reflexiva o la forma en que “toda representación se presenta representando algo”8.  Su permanencia en el espacio urbano implica un consenso social que sostiene simbólicamente el poder de la persona o idea que representa. En este sentido las intervenciones, vandalismos, traslados y otras destrucciones de las que son objeto son indicativos de la vigencia de dichos consensos o la ausencia de ellos9

Dentro del complejo escenario que implica pensar el consumo de imágenes, cabe destacar el acceso que las esculturas públicas tienen al público general. Puede parecer una obviedad, pero en muchos estudios que abordan la construcción de imaginarios por medio de las representaciones se consideran en igualdad de condiciones las pinturas y esculturas de salón10 (de consumo restringido a pesar de tener carácter público), así como las imágenes incluidas en diarios y revistas que circulaban mayoritariamente en la órbita de los letrados. Por una parte, impresos y grabados de circulación masiva son indicativos de la fortuna crítica de las esculturas y que, a su vez, fueron funcionales para insertarlas en otras esferas del público que excedían su emplazamiento. Por otra parte, los rituales que conllevan su sostenimiento material e ideológico, dada su ubicación en la ciudad, inciden en un público desde luego mucho más amplio.

La monumentalización de indígenas en Latinoamérica fue un proceso que lejos de contribuir al reconocimiento de su pervivencia y la de sus culturas parece haber consolidado la idea de su desaparición. Héroes de un pasado lejano y mítico, como Cuauhtémoc en México o Caupolicán en Chile, fueron incorporados convenientemente al relato estético-político nacional. La utilización del indígena como alegoría territorial y signo de posesión de un pasado glorioso, que caracterizó los discursos de las primeras décadas del siglo xix, parece retornar hacia fines del siglo, en forma de monumentos “al indio”, en los que al perder la individualidad se acentuó la tipificación y estetización del indígena como un sujeto —y por ende una cultura— del pasado.

Este tipo de obras sellan un proceso en el que el indígena contemporáneo fue convertido en un vestigio del pasado y que se comprende de manera más amplia con el auge del coleccionismo de las llamadas “antigüedades” y la formación de museos en Europa y en 165 América, conformados por objetos de uso cotidiano y ritual de las diferentes culturas. La producción y circulación de fotografías y tarjetas postales, así como la exhibición de indígenas en las exposiciones universales son indicios que fortalecen nuestra hipótesis basada en la afirmación de Groys sobre la estetización como “una forma más radical de muerte que la tradicional iconoclasia”11.

ALEGORÍAS ESCULTÓRICAS: AMÉRICA FIEL VS AMÉRICA LIBRE

La escultura conmemorativa en bronce y mármol fue un símbolo de progreso y modernidad en América Latina en el siglo xix. Esta idea está ligada estrechamente a la inexistencia de un espacio público, a la dependencia de todo el territorio de la voluntad del rey y su prerrogativa para ocuparlo. Mientras en la mayor parte del territorio la presencia del rey en las plazas principales se circunscribía al enaltecimiento ritual de sus retratos y estandartes12, en la Ciudad de México entre 1795 y 1806 se produjo la primera y única estatua en bronce de Carlos IV en territorio americano. Ésta fue realizada por el escultor catalán Manuel Tolsá (1757-1816) y se convirtió —a pesar del inicial desinterés— en el estandarte del poderío hispánico en su principal virreinato13, ya incluía una poderosa alusión a su dominio sobre el imperio precedente: el caballo pisa con una de sus patas traseras un carcaj con flechas. Este objeto, conocido por ser característico de las alegorías de América desde el siglo xvi puede entenderse como la primera presencia indicial indígena en los monumentos de América. Con la independencia el monumento de Carlos IV fue destruido, aunque permaneció la estatua, si entendemos por destrucción no sólo su desplazamiento —de la Plaza de Armas al Patio de la Universidad en 1824— y la supresión de su pedestal original. En este sentido aquel pequeño y significativo símbolo del imperio derrotado recibió una respuesta simbólica al convertir el mármol del pedestal en dos estatuas alegóricas de la libertad y de América14.

La alegoría de América y su transformación en alegoría de la libertad americana fue un proceso simbólico fundamental en el ideario independentista15 y por ello es de gran interés la creación de dos fuentes conmemorativas en Santiago de Chile y en La Habana, donde esta alegoría es la figura central. La santiaguina se conoce como Monumento a la Libertad Americana (1829) y fue ubicada en la Plaza de Armas en 1836, donde permanece hasta hoy. Esta fuente-monumento de mármol, realizada por el escultor italiano Francesco Orsolino, dejaba a nivel del pedestal las batallas y la efigie de Bolívar para destacar el grupo alegórico en el que Minerva/Europa da la libertad a América. Esta última es representada como una mujer indígena con faldellín y tocado de plumas de clara impronta humboldtiana16, en la que ya no aparecen los atributos que en la tradición alegórica la identificaban como salvaje (un cocodrilo y un cráneo atravesado por una flecha).

En 1837 se instala en La Habana una fuente que también tiene como figura central a la alegoría de América, pero esta vez aparece sentada sosteniendo en una mano una cornucopia con frutos locales y en la otra el escudo de armas de la ciudad concedido por cédula real en 1665. Su interés parece residir en sostener con su presencia pública el último bastión del imperio hispánico en América, mientras que la posición sedente de la figura —que de manera tradicional se suele leer como un gesto de inacción en el lenguaje escultórico— es elocuente vista en contraste con la santiaguina, que se levanta para emanciparse. La potencia política de estas representaciones, sin embargo, podría interpretarse difícilmente en su momento como una propuesta reivindicativa de la representación pública de los pueblos indígenas preexistentes.

TENTATIVAS DE INTEGRACIÓN DE INDÍGENAS MÍTICOS A LOS EJES URBANOS CONMEMORATIVOS

Para la representación de los héroes de la independencia, se siguieron en su mayoría los modelos napoleónicos y de otros jefes civiles y militares europeos contemporáneos. Dichas imágenes solían basarse en retratos del natural, grabados y fotografías en su condición de representaciones ya mediadas por las restricciones de cada género y por la autorrepresentación que los propios retratados buscaban en la producción (y reproducción) de sus efigies. Hubo de pasar suficiente tiempo entre las batallas de independencia y la estabilización de panteones nacionales, por lo que, con muy pocas excepciones17, las esculturas conmemorativas de los héroes nacionales americanos se produjeron de la década de 1860 en adelante. Siguiendo las convenciones de la estatuaria decimonónica, los escultores homogeneizaban los cuerpos a partir del estándar estatuario de dos metros veinte centímetros de altura, y lograban el anhelado “parecido” a partir de algunos rasgos faciales distintivos acompañados de una ajustada elección de vestuario y atributos, comúnmente guiada por los comitentes. El éxito de estas representaciones estaba en lograr “clásicos modernos”, es decir, alcanzar una nueva interpretación que tuviera como base el modelo grecolatino en boga en la enseñanza académica. Si bien este modelo procedente de la prescriptiva teoría del arte de J.J. Winckelmann fue debatido y matizado por sus contemporáneos, como bien lo explica Éric Michaud, esto no opacó la vigencia de taxonomías raciales con las que se consolidaron desde el siglo XVIII verdaderas jerarquías estéticas, como por ejemplo la de Meiners (1785): “Hoy la especie humana se basa en dos cepas: la cepa de los pueblos claros y bellos y las cepa de los pueblos de color oscuro y feos18”. 

La monumentalización de héroes indígenas implicaba marcar una clara diferenciación entre “los indios históricos, los constructores de las grandes civilizaciones prehispánicas y ‘los degenerados indios actuales’, frase hecha convertida en lugar común del discurso público latinoamericano decimonónico”19.  En el ámbito plástico conllevaba nuevos retos para los escultores, dado que implicaba insertarlos dentro del canon de representación del arte occidental tanto como al ideal moral que buscaban representar. Sin duda el más elocuente ejemplo de esta operación es el Monumento a Cuauhtémoc en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, donde Miguel Noreña se sirvió de las estrategias académicas para darle al personaje el perfil heroico buscado por sus comitentes20.  Adicionalmente este guerrero indígena fue ubicado sobre un importante pedestal de estilo neoprehispánico realizado por el ingeniero Francisco Jiménez, en el que retomó elementos de los sitios arqueológicos de Tula, Uxmal, Mitla y Palenque, lo cual tenía como fin, según Jiménez, la creación un “estilo nacional”21 que sería continuado con la propuesta de Pabellón azteca realizado para la Exposición Universal de París en 1889. Otro tanto podría decirse de la estatua que sintetiza armónicamente elementos clásicos y las fuentes locales para incorporar a Cuauhtémoc en el relato nacional desplegado en el Paseo de la Reforma. La heroización escultórica de Cuauhtémoc permitió su ingreso al panteón nacional (fig. 1):

el último emperador azteca, por su misma condición de víctima, torturada y ejecutada por los españoles, se convierte en un “indio muerto” inofensivo: las comunidades indígenas modernas no pueden considerarse sus descendientes, puesto que la historia oficial afirma que los indios del pasado no han tenido herederos, que su derrota da paso al mestizaje22.

Cuauhtémoc se insertaba así en el relato histórico porfirista como “el mito de origen”, mientras el “mito de liberación” era protagonizado por Hidalgo y el “mito de la edad de oro” consolidado por Juárez23. Bajo este discurso el monumento no sólo fue un lugar privilegiado de la pedagogía patriótica, sino objeto de intensa reproducción en postales, fotografías, litografías y caricaturas24.

El éxito de esta obra, que hasta hoy permanece en el Paseo de la Reforma como parte del relato histórico de la ciudad, contrasta con lo sucedido con los llamados “indios verdes”25, cuyo paso por este mismo eje urbano conmemorativo fue fugaz. Se trata de las estatuas de los dirigentes aztecas Izcóatl y Ahuízotl encargados por Vicente Riva Palacio al artista mexicano Alejandro Casarín en 189026. En este caso el artista produjo unas obras fallidas en la síntesis necesaria entre el documento y el estilo, por lo que fueron ferozmente criticadas: “Los turistas que visitan esta capital creen que esos adefesios son obra de los primitivos pobladores del Anáhuac y que nuestro ayuntamiento los conserva allí como reliquias arqueológicas. En cuanto sepan que son obras contemporáneas nos calificarán seguro como salvajes”27.

El rechazo casi inmediato desplazó los nombres de Izcóatl y Ahuízotl para convertirlos en “indios” a secas. Su resultado plástico no sólo no logró consolidar aquel “clásico moderno” aludido, sino que además por cuenta de su técnica tenía una pátina verde que también fue destacada negativamente. El resultado fue el desplazamiento de las obras desde 1902 lejos del eje conmemorativo, hasta encontrar en 2005 su lugar en el Parque El Mestizaje. No deja de llamar la atención la virulencia de los calificativos en esta crítica, donde queda claro que la monumentalización del indígena no implicaba ningún tipo de valoración y que su cultura se consideraba ajena y primitiva. De ahí la importancia de analizar el uso de las herramientas académicas en la construcción de esas representaciones para que se ajustaran a los cánones occidentales vigentes a fines del siglo xix y con ello darle nobleza a ese pasado.

Este proceso no era nuevo en la iconografía no sólo mexicana sino peruana, dado que los virreinatos de Nueva España y el Perú eran considerados las dos joyas de la Corona. Principalmente por medio de programas pictóricos se representó la sucesión del poder de los emperadores incas y aztecas a los reyes españoles. La representación escultórica que aquí nos interesa fue mucho más escasa y por ello vale la pena destacar las estatuas de Moctezuma y Atahualpa que se incorporaron a la fachada del Palacio Real de Madrid hacia 175028. Llama la atención, sin embargo, la ausencia de monumentalización del pasado indígena en Lima en el siglo xix. La investigación de Gabriel Ramón muestra que no se produjeron los consensos necesarios para integrar el pasado indígena al relato nacionalista construido en el siglo xix, una situación que se podría equiparar a la de otros países de la región como Venezuela, Colombia o Ecuador, donde sólo aparecerían hasta bien entrado el siglo xx. En Lima, como en otras capitales, la presencia indígena escultórica en el espacio público se limitó a su instancia alegórica territorial, comúnmente asociada a la figura de Cristóbal Colón. El conflictivo uso del pasado indígena en aras de crear un estilo nacional “neoperuano” por parte del dictador Augusto Leguía en la década de 1920 evidencia la estrecha relación del discurso sobre la nación y la situación de los indígenas contemporáneos:

Como ninguno de sus predecesores, Leguía percibió el valor escenográfico del pasado precolonial, lo que explica su interés por la vertiente espectacular de la arqueología y por el neoperuano. El pasado remoto resultaba una especie de propaganda subliminal: podía estar o no al centro del mensaje presidencial, pero sugería un supuesto compromiso con los indígenas29.

Dicho conflicto fue evidente en la inauguración y desplazamiento del monumento de Manco Capac realizado por David Lozano (1865-1936) en 1926 y surgido desde fuera del discurso oficial, al ser un regalo de la colonia japonesa en el Centenario de la Independencia peruana. Su poca efectividad parece radicar en que lejos de sellar la memoria indígena como algo propio del pasado de la nación, se conectaba fuertemente con el presente. La respuesta oficial ante dicha contradicción fue segregarla hacia un barrio obrero y popular, La Victoria, de manera que quedara por fuera del eje conmemorativo. La aparente ausencia de críticas hacia su forma plástica puede estar relacionada con su adecuación estilística e iconográfica, muy apegada a las representaciones más aceptadas del personaje, aspecto que sin duda contribuyó a que cumpliera de manera efectiva su función transitiva.

Un contraejemplo de esta operación sustitutiva podemos encontrarlo en la estatua de Caupolicán realizada por el escultor chileno Nicanor Plaza (1844-1918). Es sorprendente cómo en este caso la empatía con la pieza como obra artística logró poner en segundo plano el que careciera de alguna instancia de veracidad, tan cara a las representaciones históricas. Esta instancia se lograba a partir de la investigación documental e iconográfica para lograr la “ficción verosímil” requerida para cumplir sus funciones simbólicas30. La imprecisión documental procede de la doble identidad que el autor le dio a la estatua: la maqueta de la estatua fue nombrada por el artista The Last of Mohicans y luego fue presentada en el Salón de París de 1868 con el título Caupolicán sin ninguna modificación formal. La fortuna crítica de la obra fue tan grande que no sólo se incorporó efectivamente en el relato de nación, sino que se convirtió en un ícono nacional: “Este indio no es una figura cualquiera, ni un simple pretexto para hacer una obra con la intención de llamar la atención; tiene grandeza y nobleza, es una figura de epopeya que sintetiza bien una raza y traduce muy exactamente la idea que de estos héroes homéricos de las primeras guerras de la Araucanía nos ha dado Ercilla”31.

De hecho el antiguo mohicano obturó la atención sobre otras obras —tan anticlásicas como precisas en la descripción tipológica— que pretendían representar efectivamente tipos araucanos como Madre araucana de otro escultor chileno, Virginio Arias, y el Jugador de chueca del mismo Plaza. Vicuña Mackenna, principal impulsor de Caupolicán como icono, calificaba el Jugador como “graciosa” y Caupolicán como “magnífica y hercúlea”, omitiendo la imprecisión de su origen y respondiendo así a la demanda estética. La fortuna crítica de la obra, según el estudio de Marcela Drien, ya se había consolidado en la cultura visual chilena hacia 1902 gracias a su reproducción en fotos, postales y reproducciones en diarios y revistas. Dicho éxito se vería cristalizado al ser incorporada en 1910 al Cerro de Santa Lucía, el paseo público más importante de Santiago de Chile, donde permanece hasta hoy. Caupolicán es un ejemplo extremo y a la vez elocuente del papel que las esculturas de indígenas tuvieron en la construcción del pasado nacional en Latinoamérica. El uso de la escultura como ilustración de las costumbres de los araucanos32 desafiaba las instancias de veracidad y verosimilitud requeridas, pero al mismo tiempo cumplía con una necesidad simbólica, creaba una síntesis de “indianidad” como fue bien identificado por sus contemporáneos desde el momento de su aparición33.

CRUCES ENTRE ARTE Y ANTROPOLOGÍA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA IMAGEN ESCULTÓRICA DEL INDÍGENA AMERICANO

La visión racializada del mundo y el auge del racismo científico en la segunda mitad del siglo xix y comienzos del xx producían en el proyecto nacionalista occidentalizado de las elites latinoamericanas grandes paradojas difíciles de zanjar. Las estrategias de ajuste a los cánones fueron cada vez menos efectivas en pleno auge del uso de métodos científicos para catalogar a los hombres por sus características fenotípicas. La puesta en escena de las diferentes partes del mundo en las exposiciones universales implicó acentuar las diferencias que implicaban ocupar un lugar en el orden mundial34. En esa pretendida escala del progreso, la dominación colonial y los logros industriales y económicos de unos se definían a partir del atraso de los otros. En dicho contexto artistas y científicos compartieron el objetivo de crear las imágenes “del otro” con diferentes fines y fueron presentadas tanto en salones de arte como en exposiciones universales o en las academias científicas.

No es de extrañar entonces que cuando el escultor francés Louis Rochet (1813-1878) recibió el encargo para hacer el monumento a don Pedro I en Brasil (fig. 3) pensara en documentarse para llevar a cabo el proyecto iconográfico de la obra: alrededor del pedestal que sostiene la estatua ecuestre del emperador brasilero, ubicó seis estatuas de indígenas en bronce, que representan las diferentes regiones del país. Rochet se sirvió de la idea clásica de representar los ríos con figuras masculinas (más precisamente de hombres viejos recostados)35, pero con una visión moderna alineada con la corriente de escultura etnográfica francesa que cultivaban artistas como Jean Baptiste Carpeaux (1827-1875) o Charles Cordier (1827-1905), donde se conjugaba la descripción étnica con la expresión plástica. Rochet viajó a Brasil en 1856, donde hizo estudios de indios, de los cuáles hoy se conocen doce bustos en yeso coloreado36. Según Paulo Knauss su forma de individualizar las figuras fue centrándose en los rasgos faciales y la indumentaria, lo cual explica que hiciera bustos y no figuras completas37. El resto del cuerpo se mantuvo idealizado a partir de los cánones de la escultura académica, que como ya se mostró, fue el tratamiento más generalizado en las representaciones indígenas en otras partes de América.

La trascendencia de la obra en la esfera pública es evidente en el uso que se hizo de la misma en la prensa, principalmente por medio de las caricaturas de Angelo Agostini (1842-3?-1910), en las que, según el estudio de Rosangela de Jesús Silva, el autor deconstruye una y otra vez el monumento para criticar la legitimidad del gobierno imperial de D. Pedro II.

Las alegorías de los ríos brasileros se convierten en sus caricaturas en la personificación del pueblo brasileño y en poderosa arma de militancia antiesclavista38.

Sin embargo, es necesario seguir indagando sobre las tensiones que generó la práctica de la escultura etnográfica tal como la practicó Louis Rochet para el monumento carioca. La obra completa se presentó en el Salón de Arte Francés de 1861, en el centro del jardín dedicado a la escultura en el Palais de l’Industrie, junto a las obras de Capresse ou négresse des colonies de Charles Cordier y Spartacus noir de Charles-François Leboeuf, ambas tematizaban figuras de negros. Algunos críticos destacaron su realismo y su veracidad y otros condenaron su falta de idealización39.

Los bustos de hombres del norte de África realizados por Cordier durante la expedición a Algeria financiada por el gobierno en 1856, habían sido exhibidos tanto en el Salón de París de 1857 como en la Sociedad Antropológica de París en 1862. Evans destaca que, en estos bustos, en los que combinaba el bronce con mármoles de colores, “Cordier incluía combinaciones de policromía para manipular la superficie para obtener un efecto estético, pero en la escultura etnográfica la policromía se usaba para facilitar la precisión de la copia científica”40. Si se considera que algunos escultores como Jules Hébert (1854-1952) se dedicaron de lleno a la producción de calcos de yeso o piezas de cera, que combinaban con elementos como ojos de vidrio y cabello humano, de tamaño natural, se podría pensar que la diferencia central entre una y otra podría radicar en los materiales y en la jerarquía entre ellos. Por eso es comprensible que los yesos coloreados de Rochet tuvieran como destino el Museo del Hombre. De acuerdo con Knauss, en muchas ocasiones “la misma solución plástica correspondía a expectativas distintas de significado de la obra de arte capaces de convivir en la misma obra”41, sin embargo, este “juego de miradas” no obtura las consecuencias que cada una de ellas implica. Su existencia sostenía una mirada racializada de los hombres al omitir sus nombres y sus acciones, no es más que el establecimiento de un tipo diferenciado para ser observado, medido y musealizado. Cuando se trata de escultura pública, además, las obras quedan fuera del marco de interpretación dado por el museo de arte, de etnografía o de historia que podría matizar este discurso.

La objetualización del indígena nos lleva al emblemático Museo de La Plata en Argentina, a donde llegaron hombres, mujeres y niños que habían sido capturados vivos en la llamada Campaña del Desierto (1879). Allí fueron esclavizados y coleccionados como objetos de estudio y exhibición, hacia la década de 1890 sus restos se exhibieron junto con cerca de mil cráneos y ochenta esqueletos que formaban parte de la colección42. Desde esa función, el escultor italiano Vittorio de Pol (1865-1925) se interesó para tomarlos como modelo. Si bien el contrato que tuvo entre 1887 y 1888 no incluía la producción de este tipo de obras, sino la ornamentación de los principales edificios de la ciudad, De Pol aprovechó su estancia para tomar “del natural en los sótanos del Museo”43 estos modelos indígenas. A esta serie de estudios le dio varios usos. Por una parte, le fueron útiles para hacer en 1903 el monumento al fundador de la Universidad de Córdoba fray Fernando Trejo y Sanabria. En el pedestal de la obra hizo un altorrelieve en el que, de un lado, hay un grupo de indígenas sentados alrededor de una cruz seguidos de una alegoría femenina que sostiene en lo alto un manto. Del otro lado se encuentran reunidas las alegorías de la teología, la medicina, la matemática y la jurisprudencia. Según la descripción de Attilio Vetere en 1911, la obra representa “la verdad menguando las tinieblas para que surja el sol de la civilidad”44. De Pol traduce así las ideas sarmientinas sobre la educación para superar la barbarie, ideas que conocía de primera mano dada su cercanía con el político45.

En un reportaje hecho en 1917, De Pol afirmaba que “las cabezas de indios” no eran encargos sino fruto de “su labor personal”46, aunque en este artículo de 1917 la foto de dos de las piezas se presenta como parte de la “sección antropológica del Museo de La Plata”. Prueba de ello es que las presentó como piezas individuales en la Exposición del Ateneo de 189847, en la cual obtuvo el premio del Ministerio de Instrucción Pública a la “mejor obra de carácter nacional”. Si bien hay constancia de la continuidad que le dio a esta temática en su trabajo, exponiéndola como obra de salón, es evidente que no obtuvo con estas piezas el reconocimiento que él esperaba48.

Otro tanto debió esperar su contemporáneo argentino, Lucio Correa Morales (18521923), de quien también se conocen varias obras con tema étnico que han sido atribuidas a su estrecha relación con intelectuales vinculados con los estudios antropológicos y etnográficos como Juan Bautista Ambrosetti y Francisco P. Moreno. De hecho su primera formación artística es atribuida al naturalista Florentino Ameghino, que practicaba en compañía de su primo, el médico y naturalista Eduardo Ladislao Holmberg. Después de su formación artística en Europa, Correa Morales se unió “en carácter de fotógrafo aficionado” a las expediciones que Holmberg y Ameghino hicieron a la Sierra de la Ventana y al Chaco Austral49. Estas relaciones dan cuenta de su interés en la escultura etnográfica, sin embargo, sólo su obra La cautiva, de 1905, salió al espacio público. La obra, cuya modelo fue “una india tehuelche cuyas desgracias lo conmovieron”50, fue ubicada primero en el Parque Colón, cerca de la estatua de Cristóbal Colón, con lo cual probablemente se pretendía establecer una relación entre el “descubridor” y los “nativos”, utilizada con frecuencia en la estatuaria de Colón en todo el mundo. En este sentido, es inescapable referirnos de manera somera al actual proceso de des monumentalización de Cristóbal Colón en el mundo, con acciones “desde abajo” y “desde arriba”, como en el caso argentino51. La polémica pública y el proceso judicial que conllevó su traslado/destrucción evidencia la importancia aquí señalada sobre el peso simbólico-político del lugar que ocupan las obras. Volviendo a La cautiva de Correa Morales, la obra fue localizada en aquel lugar después de la muerte del artista. Por sus dimensiones parece ser una obra de salón, en la que su interés reside en presentar a este grupo familiar en tono melancólico, como víctima de la “civilización”.

La obra es la contracara del llamado Monumento al Aborigen que Hernán Cullen Ayerza (1879-1936) realizó en 1910 y estuvo entre 1912 y 1928 en la Plaza Miserere de Buenos Aires52. En ella el hombre y el animal son equiparados por su expresión, con sus amenazantes fauces abiertas, con la que parece adscribir a una larga tradición cientificista que relacionó simbólicamente la expresión de animales y hombres53. El indígena semidesnudo sostiene con una mano una lanza y con la otra se aferra a la crin del caballo encabritado. La escultura fijó en el mármol esta construcción discursiva que implicaba la imposibilidad de diálogo que no sólo no intentaba, como en otros casos vistos antes, vincularlo sin conflicto en el relato histórico nacional, sino que justificaba su exterminio. Esta representación seguía la línea marcada por la afamada pintura La vuelta del malón de Ángel della Valle de 1892, que cristalizó la representación del indio como una amenaza para el proyecto civilizatorio54. Esta relación entre el caballo y el hombre tiene mayores implicaciones si se piensa en el peso simbólico del monumento ecuestre que condensa tradicionalmente los valores nacionales.

Hemos reunido aquí una serie de ejemplos de la escultura conmemorativa de indígenas en los espacios públicos latinoamericanos con el fin de develar algunas estrategias de representación con las que los autores buscaron, como los pintores de historia, concretar visualmente el lugar del hombre indígena en el relato nacional por medio de una “ficción verosímil”. Es interesante ver cómo tomaron forma en estas obras los debates sobre lo racial en la construcción monumental del pasado, en cuanto éste es un tipo de obra que se pretende estable y que depende del consenso para permanecer.

La pregunta por la precisión etnográfica en representaciones de indígenas implica una idea del observador que reclama que la imagen se ajuste a sus propios parámetros sobre “el tipo europeo” o “blanco” y cierta predeterminación de cada uno. No se oculta en algunos estudios contemporáneos sobre este corpus una preocupación por las implicaciones cromáticas de representar a los “no blancos” en mármol, que no suele aparecer cuando los pretendidos “blancos” son representados en bronce. Esto nos lleva a repensar en las convenciones establecidas por las prácticas artísticas y algunas sobreinterpretaciones del presente sobre las representaciones del pasado. Es más común en la historiografía artística del siglo xix que prevalezcan los valores de la nobleza del material por sobre alguna especulación sobre la precisión cromática, si bien algunos artistas como Cordier le dieron mucho interés a este aspecto en sus obras.

Queda aún por seguir pensando las tensiones entre los cánones académicos y el acercamiento positivista que algunos escultores de fin de siglo tuvieron a modelos indígenas. La escultura para uso científico y su traslado al ámbito artístico no fue siempre exitosa como lo vimos en los casos estudiados. En este sentido cabe analizar el contraste con los que sí lo fueron y su capacidad para concretar visualmente la imagen monumental del indígena como representación del pasado, en tanto la adaptación al canon les posibilitó transmitir las ideas de belleza y bondad establecidas a partir del mismo. Una de las principales claves que permiten dilucidar las discusiones sobre la representatividad de estas obras a lo largo del tiempo es el lugar que ocupan en el tejido urbano. Como se vio en los casos estudiados, el lugar.

A contrapelo de las historias nacionales que muchas veces ocultan los vínculos que esta producción tuvo como apuesta político-estética regional a fines del siglo xix y comienzos del xx, consideramos que la aproximación en clave comparativa es productiva para la identificación de los aspectos comunes subyacentes a la complejidad de la construcción del pasado indígena en la monumenta latinoamericana. 

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Citas

1

Doctora en historia y magíster en historia del arte argentino y latinoamericano por el Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín (idaes-unsam). Coordinadora del Grupo de Estudio sobre Arte Público en Latinoamérica (geap-Latinoamérica) de la Universidad de Buenos Aires (uba). Profesora adjunta e investigadora del Centro de Investigaciones en Arte y Patrimonio (ciap-conicet/unsam). Su área de investigación es la historia cultural del arte y el patrimonio colombiano y latinoamericano del siglo xix. Su tesis doctoral fue publicada con el título Disputas monumentales. Escultura y política en el Centenario de la Independencia por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá en 2019.

2

[1] Eric Hobsbawm y Terence Ranger, eds., The Invention of Tradition (Cambridge: Cambridge University Press, 1983).

3

[1] Véase Antonio Annino y François-Xavier Guerra, coords., Inventando la nación: Iberoamérica siglo xix (México: Fondo de Cultura Económica, 2003).

4

Tomás Pérez Vejo, “Exclusión étnica en los dispositivos de conformación nacional en América Latina”, InterDisciplina 2, núm. 4 (septiembre-diciembre de 2014): 183.

5          Peter Wade, “Raza, ciencia y sociedad”, InterDisciplina 2, núm. 4 (septiembre-diciembre de 2014): 41-42.

6 José Emilio Burucúa y Fabián Alejandro Campagne, “Los países del cono sur”, en De los imperios a las naciones: Iberoamérica, dir. por Antonio Annino, François-Xavier Guerra y Luis Castro Leiva (Zaragoza: Caja de Ahorros y Monte de Piedad, 1994), 351-352.

7 Tomás Carlyle, Los héroes. El culto de los héroes y lo heroico en la historia (Buenos Aires: Ponzinibbio, 1906).

8 Louis Marin, Des pouvoirs de l’image. Gloses (París: Éditions du Seuil, 1993), 11.

9 Dario Gamboni, “Statues d’achoppement”, en La statuaire publique au xixe siècle, comp. por Ségolenè Le Men y Aline Magnien (París: Éditions du Patrimoine, 2004); Dario Gamboni, La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución francesa (Madrid: Cátedra, 2014).

10 Laura Malosetti Costa ha enfatizado la importancia de considerar el uso pragmático que los artistas hicieron de los estilos en relación con la función de las obras. Esta perspectiva guía nuestra aproximación al tema entendiendo la escultura pública conmemorativa como análoga a la pintura de historia en el siglo XIX. Véase Laura Malosetti Costa, “Poderes de la pintura en Latinoamérica”, Eadem Utraque Europa. Revista de Historia Cultural e Intelectual, año 2, núm. 2 (2006): 65-67.

11

Boris Groys, Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente (Buenos Aires: Caja Negra, 2016), 58-62.

12

Para profundizar este tema en diferentes partes de América Latina véanse para el caso de Argentina: Lía Munilla, Celebrar y gobernar: un estudio de las fiestas cívicas en Buenos Aires, 1810-1835 (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2013); Perú: Natalia Majluf, “Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana. Perú: 1820-1825”, en Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana, ed. por Natalia Majluf (Lima: Banco de Crédito, 2006), 203-241; Colombia: Juan Ricardo Rey Márquez, “Nacionalismos aparte: antecedentes republicanos de la iconografía nacional”, en Las historias de un grito. Doscientos años de ser colombianos. Exposición conmemorativa del Bicentenario 2010, ed. por María Victoria de Robayo, Olga Isabel Acosta Luna, Ángela Santamaría Delgado (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Nacional de Colombia, 2010), 1-36.

13

La fundición de la obra tardó más de diez años en realizarse debido al robo del material. Juan Chiva Beltrán, “Los metales perdidos del Caballito. Problemas comerciales en la confección de una obra de arte”, en Caminos encontrados itinerarios históricos, culturales y comerciales en América Latina, ed. por Joan Feliu Franch, Vicent Ortells Chabrera, Javier Soriano Martí (Castelló de la Plana: Publicaciones de la Universitat Jaume I, Servei de Comunicació i Publicacions, 2009), 227. Agradezco a María José Esparza Liberal por facilitarme esta referencia.

14

Aunque no llegaron a destino las obras encargadas a Pedro Patiño Ixtolinque (1774-1834) para adornar el pedestal del prócer José María Morelos, actualmente se encuentran en el Museo Nacional de Arte (Munal). Véanse fichas catalográficas de autoría de Jaime Cuadriello en Esther Acevedo, Jaime Cuadriello, Fausto Ramírez y Angélica Velázquez Guadarrama, Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Escultura. Siglo xix, tomo I (México: unam-Instituto de Investigaciones Estéticas/Instituto Nacional de Bellas Artes, 2000), 218-221.

15

Juan Ricardo Rey-Márquez, “India, santa, americana Libertad. La transformación de una salvaje en un símbolo libertario” (tesis de maestría en historia del arte argentino y latinoamericano, unsam-Instituto de Altos Estudios Sociales, 2011).

16

Dicha impronta por supuesto implica la perspectiva de considerar las implicaciones positivas y negativas de la conquista y colonización de América. Helga von Kügelgen, “El frontispicio de François Gérard para la obra del viaje de Humboldt y Bonpland”, Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas – Anuario de Historia de America Latina 20, núm. 1 (diciembre de 1983): 575-616.

17

La más destacada excepción es la estatua pedestre de Simón Bolívar hecha por Pietro Tenerani en 1844, inaugurada dos años después en Bogotá, Colombia. Véase Carolina Vanegas Carrasco, “Arte y política a mediados del siglo xix en la Nueva Granada: el caso del ‘Bolívar de Tenerani’, en II Seminario Internacional sobre Arte Público en Latinoamérica. Arte público y espacios políticos: interacciones y fracturas en las ciudades latinoamericanas, org. de José Cirillo, Teresa Espantoso R. y Carolina Vanegas C. (Vitória: Universidade Federal do Espírito Santo/Comarte, 2011), 231-244.

18

Citado por Éric Michaud, Las invasiones bárbaras. Una genealogía de la historia del arte (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2017), 87.

19

Pérez Vejo, “Exclusión”, 187.

20

Otros ejemplos más tempranos y modélicos para Noreña fueron los realizados por su maestro Manuel Vilar para las figuras de Moctezuma, Malinche y Tlahuicole. Sin embargo estas obras nunca fueron pasadas a bronce y no se tiene certeza sobre si fueron pensadas para estar en espacios públicos o ser obras de salón.

21

Memoria presentada al Congreso de la Unión por el Secretario de Estado y del despacho de Fomento, Colonización, Industria y Comercio de la República Mexicana General Carlos Pacheco, corresponde a los años transcurridos de diciembre de 1877 a diciembre de 1882 (México: Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1885), tomo III, doc. 9, 324. Citado por Citlali Salazar, “El héroe vencido. Monumento a Cuauhtémoc” (tesis de licenciatura en historia, unam-Facultad de Filosofía y Letras, 2006), 74.

22

Helia Bonilla y Marie Lecouvey, “Los indígenas: ¿víctimas o actores de la construcción del Estado-Nación?”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Questions du temps présent (junio de 2015), en: http://journals.openedition.org/nuevomundo/67992, consultado el 29 de marzo de 2018.

23

Helia Bonilla, “La historia patria en una publicación jacobina: El Hijo del Ahuizote”, en Los pinceles de la historia. La fabricación del Estado 1864-1910, ed. por Esther Acevedo y Fausto Ramírez (México: inba-Museo Nacional de Arte, unam-Instituto de Investigaciones Estéticas, 2003), 186-213. Citado por Citlali Salazar, “El héroe” ,182.

24

Véase capítulo 5 “Circulación de sentido del Monumento a Cuauhtémoc”, en Citlali Salazar, “El Héroe”, 165-228.

25

El color de la pátina de las esculturas nos lleva a pensar de que se trata de figuras de cobre galvanoplástico también llamado electrotipia de cobre. En una nota de prensa se reporta que Casarín estaba fundiendo las obras en bronce y que tenía un par de modelos que habían sido hechos cuando “bajo los auspicios del Ministerio de Fomento fundó su taller de galvanoplastia”. El Monitor del Pueblo, 1 de octubre de 1889, 3, citado en Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo xix: Estudio y documentos, 1810-1858 (México: unam-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1997), 267.

26 Carlos R. Martínez Assad, La patria en el Paseo de la Reforma (México: Fondo de Cultura Económica/Universidad Nacional Autónoma de México, 2005), 34.

27

Publicado en El Monitor Republicano en 1893, citado en Daniel Schávelzon, La polémica del arte nacional en México. 1850-1910 (México: Fondo de Cultura Económica, 1988), 182.

28

Las estatuas, elaboradas en piedra de Colmenar, fueron parte del proyecto de fray Martín Sarmiento. La de Moctezuma fue realizada por Juan Pascual de Mena y la de Atahualpa de Domingo Martínez, esta última fue criticada duramente en 1753 por sus defectos de factura. Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, “Las series icónicas pintadas de los emperadores incas en el siglo xviii y su continuidad en la monarquía hispánica”, en Visiones de la monarquía hispánica, ed. por Víctor Mínguez (Castelló de la Plana: Universitat Jaume I, 2007), 88.

29

Gabriel Ramón, “El indio indica huatica: simbología precolonial e intervención urbana en Lima, 1920-1940”, en Lima siglo XX, Cultura, Socialización y Cambio, ed. por Carlos Aguirre y Aldo Panfichi (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013), 27. Véase del mismo autor El neoperuano. Arqueología, estilo nacional y paisaje urbano en Lima, 1910-1940 (Lima: Municipalidad Metropolitana de Lima/Sequilao Editores, 2014).

30

Natalia Majluf afirma que la negociación de lo racial, debatida e inestable, se hace a partir de su concreción en lo visual y que es virtualmente imposible generar una imagen de consenso. “Un cuadro de historia no era ni pretendía ser todo verdad. En realidad no intentaba sino crear una ficción verosímil”. Natalia Majluf, “Pintura, historia y verdad: los funerales de Atahualpa de Luis Montero”, en Luis Montero. Los funerales de Atahualpa, ed. por Natalia Majluf (Lima: Museo de Arte de Lima, 2011), 80.

31

Ricardo Richon-Brunet, “Conversando sobre Arte”, Revista Selecta, año II, núm. 1 (abril de 1910): 8, citado por Marcela Drien, “Caupolicán: Shaping the Image of National Identity in Chilean Public Art” (tesis de maestría en historia del arte y crítica, Stony Brook University-suny, 2011), 38.

32

“Arauco”, Zig- Zag, año IV, núm. 291, 17 de septiembre de 1910, s.p.

33

Drien, “Caupolicán”, 38.

34

Si bien ya había una tradición de exhibiciones humanas como espectáculo en Europa, los alcances que tuvieron las exposiciones universales fueron mayores, en particular la Exposición Universal de París de 1889 “que fue la primera en incluir de manera sistemática las ciudades etnográficas”. Volker Barth, “Des hommes exotiques dans les expositions universelles et internationals”, en Exhibitions. L’invention du sauvage, dir. Por Pascal Blanchard, Nanette Snoep y Gilles Boetsch (París: Musée du Quai Branly, 2012), 180.

35

En el ámbito imperial brasilero las alegorías fluviales fueron usadas comúnmente en la arquitectura efímera. Véase Alberto Martin, “Entre tradição e modernidade: Almeida Reis eo Paraíba”, Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual, núm. 5 (segundo semestre de 2014): 29-43, en: http://caiana.caia.org.ar/template/caiana.php?pag=articles/article_2.php&obj=160&vol= 5, consultado el 16 de enero de 2018.

36

Paulo Knauss, “Jogo de olhares: índios e negros na escultura do século xix entre a França e o Brasil”, História 32, núm.1 (enero-junio de 2013): 122-123.

37

Knauss afirma que Rochet complementó la observación directa con las imágenes litografiadas que incluyeron Spix y Martius en su obra dedicada al Brasil de la década de 1830. Knauss, “Jogo”, 128.

38 Rosangela de Jesus Silva, “Desconstruções e reconstruções do Brasil: a caricatura e o monumento equestre a D. Pedro I”, 19&20 DezenoveVinte VIII, núm. 1 (enero-junio de 2013): s.p., en: http://www.dezenovevinte.net/obras/aa_pedroi.htm, consultado el 16 de diciembre de 2017.

39

Knauss, “Jogo”, 124.

40

Jean Evans, The Lives of Sumerian Sculpture: An Archaeology of the Early Dynastic Temple (Nueva York: The Cambridge University Press, 2012), 41-42.

41

Knauss, “Jogo”, 140.

42

Fundado por Francisco P. Moreno en 1888, en cuyo “sistema de ideas se consideraba a los indígenas como representantes vivientes de la ‘infancia de la humanidad’, mientras que los museos eran considerados centros de estudio y exploración del territorio nacional. [En este contexto científico] se consideraba a los aborígenes más próximos al mundo natural que al cultural, y por ende su ‘objetivación’ era algo inscripto en la lógica del proceder científico”. Irina Podgorny y Gustavo Politis, “¿Qué sucedió en la historia? Los esqueletos araucanos del Museo de La Plata y la Conquista del Desierto”, Arqueología Contemporánea, núm. 3 (1992): 74-75.

43

Ficha de la obra “Tafá” (1887) de Víctor de Pol, Archivo de Adolfo Ribera, Academia Nacional de Bellas Artes, Argentina.

44

Attilio Vetere, Gli italiani nella Repubblica Argentina all’exposizione di Torino (Buenos Aires: Camera Italiana di Commercio de Arti, 1911). Agradezco a Giulia Murace por compartir conmigo esta fuente.

45

Edgardo Rocca afirma que De Pol y Sarmiento se conocieron por medio del nieto de éste, Augusto Belín Sarmiento. Información citada por Patricia Corsani en la ficha catalográfica del Medallón de Sarmiento de De Pol en la colección del Museo Nacional de Bellas Artes (mnba), en: https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/6214, consultado el 10 de diciembre del 2017.

46

“Reportaje con Victor de Pol,” Caras & Caretas, año XX, núm. 968 (21 de abril de 1917): 64.

47

Ficha catalográfica de Tasá o Tafá, india fueguina del mnba, inv. 3590, en: https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/3590, consultada el 10 de diciembre del 2017.

48

Debió ser él mismo quien financió el paso a bronce de Tafá y el paso a mármol de Cacique Indio Pampa, o Cacique Puyol (fichas de Víctor de Pol, Archivo Adolfo Ribera, Academia Nacional de Bellas Artes, Argentina). Este paso a materiales “nobles” probablemente les aseguró su ingreso al mnba a donde fueron donados por su esposa, Asindila del Valle de De Pol en 1935 y por Gloria Pol de Del Valle en 1968.

49

Julio E. Payró, “Lucio Correa Morales y el nacimiento de la escultura en la Argentina”, en Correa Morales, ed. por Cristina Aparicio, Martín Noeel y Julio E. Payró (Buenos Aires: Academia Nacional de Bellas Artes, 1949), 42.

50

Payró atribuye esta información a Ricardo Gutiérrez y afirma que Correa utilizó para sus obras a la chaqueña Petrona Gorosibo. Además, dice, “varias indias del Chaco estuvieron empleadas en su casa como cocineras, planchadoras, etc. Payró”, “Lucio”, 50.

51

El Monumento a Colón de Arnaldo Zocchi, levantado entre 1910 y 1921, fue un obsequio de las colectividades italianas en el Centenario de la Independencia. Permaneció en ese lugar hasta 2013, en el que fue desplazada por iniciativa oficial por un monumento a Juana Azurduy donado por el gobierno de Bolivia. Hoy la estatua de Colón se encuentra frente al aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires y la estatua de Juana Azurduy también fue desplazada y ubicada en una plaza aledaña, frente al Centro Cultural Kirchner. Véase Pablo Ortemberg, “Monumentos, memorialización y espacio público: reflexiones a propósito de la escultura de Juana Azurduy”, Tarea. Anuario del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural, núm. 3 (2016): 96-125.

52

Fue trasladada en 1928 a la Plaza Garay y luego en 1961 ubicada en la Plaza España, donde permanece hasta hoy, aunque bastante deteriorada. María del Carmen Magaz, Escultura y poder en el espacio público (Buenos Aires: Acervo, 2007), 84-86.

53

Estos vínculos se hicieron evidentes desde el siglo xviii con el surgimiento de la fisiognomía, una pseudociencia desarrollada por Lavater, según la cual había un vínculo entre belleza y moralidad. A diferencia de Camper, quien establecía una línea evolutiva con el mono, Lavater lo hacía con la rana. Cien años después surgieron otros estudios comparativos, principalmente entre los cráneos y las gestualidades faciales de animales y humanos como el de Broca y el de Darwin que fortalecieron estas ideas. Fae Brauer, “The Transparent Body: Biocultures of Evolution, Eugenics and Scientific Racism”, en A History of Visual Culture, ed. por Jane

Kromm y Susan Benforado (Oxford/Nueva York: Berg, 2010), 90-95.

54

Las relaciones entre arte y erotismo en la literatura e iconografía con el tema de La cautiva han sido estudiadas extensamente por Laura Malosetti Costa en Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo xix (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001).

contacto: piedra.de.toque@live.com

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