Mié. May 8th, 2024
Octave Tassaert-La Femme Damnée (1859)

Francesca Gargallo

De la literatura femenina reciente se ha esfumado el amor como esperanza de realización, como búsqueda de la plenitud mediante una relación erótico-afectiva, como propuesta de cambio, mas no ha desaparecido como deseo, aunque se trata de un deseo consciente de su finitud.

La buena vida, ese programa ético de una práctica política interpersonal y ecológica, aparece teñida de nostalgia, despierta una sonrisa de añoranza, no una defensa. El amor, otrora ingrediente indispensable de la buena vida y tópico obligado de la narrativa, particularmente de la narrativa escrita por mujeres, ha cedido el paso a las construcciones de personajes desamados y no amantes, conflictuados por la búsqueda de su identidad en un mundo cambiante, neurotizados por la crisis de sus valores y perdidos en el páramo de las pasiones subsiguientes, siempre más necesarias, rápidas y quemantes. Ni siquiera amor-pasión, cuando mucho sexo-coca.

La literatura ha abandonado su creación más duradera: el amor como utopía, como derrota de la muerte, eterna juventud y olvido de sí. ¿Ha dejado por eso de ser un vehículo para la construcción de las identidades grupales, los movimientos culturales, el deber ser? La pregunta no es retórica, inconscientemente construimos a partir de modelos. ¿El amor no sirve para el deber ser de las escritoras y las lectoras, para su identidad?

Después de Los recuerdos del porvenir (1964) de Elena Garro, en que el amor es el móvil de manifestaciones eróticas perversas como el aire pesado y dulzón del trópico húmedo y de crueldades desesperadas en la historia cíclica, monumental y sagrada, de México, la literatura de las mujeres latinoamericanas poco a poco se ha desplazado hacia la construcción de una identidad literaria sin asideros: la historia no puede ser recuperada por el peso de la sumisión en la historia femenina y el futuro individual está amenazado por la amalgama equívoca que evoca la aldea global. Desechados los precedentes, las mujeres no dejamos de sentirnos amenazadas por la sensación enemiga de que el mundo tiene una voluntad propia, una voluntad virocéntrica —ininteligible sino en clave de misoginia—, que fija sus reglas en la economía de la cultura y las ciencias. Las buenas escritoras, pepenadoras de los conflictos fluctuantes y de los enlaces entre todos los sentires, no pueden por lo tanto conceder nada a la comercialización del amor-receta. En ese espacio de la fantasía en y fuera de la realidad que su narrativa expresa, desaparece toda idealización de la vida en común de una mujer con un hombre y. de paso, de una mujer con una mujer. El amor ya no existe, nunca existió, siempre fue una forma de posesión: desde esta perspectiva es imposible visualizarlo como un ideal alcanzado (o alcanzable) de realización y plenitud.

Asimismo, nuestra difícil construcción de una identidad nos aísla en una actividad individual que implica una valoración ególatra del yo. Quien busca su identidad pretende develar para sí la realidad objetiva de las relaciones de poder entre mujeres y hombres que fue encubierta por las ideologías decimonónicas. Una realidad hiperracional que visualiza la existencia del otro como una construcción de la mente de cada individuo: existes en cuanto te veo, te amo en cuanto te invento. El individualismo llevado a la negación de la libertad de trato interpersonal. Un clon.

Frente a esta tendencia arrasadora, de la mejor literatura de las mujeres, se levantan las voces de aquellas escritoras que, propinándonos historias de la melcocha más banal, venden: la chilena Marcela Serrano, para la cual la utopía amorosa es un lugar común colonial: el hombre (nunca la mujer, su heterosexualidad es rigurosísima) extranjero, de costumbres civilizadas, que entiende a las mujeres y no se parece a los autóctonos seres que una latinoamericana podría tener como marido o como amante; la mexicana Ángeles Mastretta que considera vital el mal de amores, pobre hipocondría de los sentimientos, negando la buena vida gracias a un sufrimiento fecundo que convierte la espera de una mujer rebelde en su necesidad: la también mexicana Laura Esquivel que pasa del amor enfrentado a las convenciones al amor frustrado por la cotidianidad. Tanto el amor —lugar ideológico donde, desde el siglo XIII, Occidente ha remitido sus deseos de relaciones interpersonales sexuadas (o sublimadas)— como la utopía —otro lugar ideológico donde, desde el Renacimiento, Occidente instala sus deseos políticos, sufren los embates de uno más, nuevo este, lugar ideológico: la Realidad.

Dura, sin aliento ni esperanzas, escueta, la Realidad es el presente perpetuo, relaciones de pareja definidas por las crisis emocionales y económicas, relaciones con los hijos marcadas por su muerte o las drogas, relaciones de competitividad con las compañeras de trabajo y de frustración con las amigas. La Realidad es el espacio de los sentimientos sin personas amadas. O, peor, el lugar de los resentimientos.

Sin embargo, la Realidad no es la contraparte de la utopía, aunque como ella sea una construcción. Tampoco se relaciona literariamente con los apocalipsis, tan comunes en épocas de crisis porque siempre sostienen una esperanza totalitaria: dado que este mundo es un desastre, mejor que desaparezca para que de sus cenizas surja uno mejor que la escritora puede visualizar para todos. La Realidad implica no querer ver sino el presente, negarse a toda memoria por la afirmación del propio ser libre y rechazar el futuro como proyecto, pues contendría etapas, desarrollo, interdependencia. Hoy, parece decir la literatura femenina, perdemos el habla, perdemos la escritura, perdemos el amor, sobrevivimos sin memoria. En tres tiempos, Los cielos de la Tierra (1997) de la mexicana Carmen Boullosa, afirma que del pasado, del presente y del futuro no podemos esperar nada, estamos solas y conscientes de nuestra soledad porque hemos terminado de construir nuestra identidad única, aislada, inmortal.

En La Genara (1998), novela epistolar de la tijuanense Rosina Conde, el amor es una alucinada reflexión que dos mujeres, dos hermanas, hacen vía correo electrónico sobre la pareja, los diez años que las separan, la relación con los padres y sus propias peleas. El lenguaje no es bello, sino fundacional. Luisa y Genara se escriben como se habla en la intimidad femenina, de manera grandilocuente cuando están intimidadas por los recuerdos del silencio paterno, llana para las explicaciones, un poco histérica en los reclamos. Escribe Genara a Luisa, el 18 de febrero de 1990:

¿Qué te está pasando, mi querida Luisa? ¿No eras tú la mujer valiente y fuerte que no se amedrentaba ante nada? ¿Ya se te olvidaron tus proyectos y tus planes de convencimiento? No me digas que la enajenación se ha apoderado de ti. ¿Por qué no te tomas unas pequeñas vacaciones? Bien podrías venirte a descansar a Tijuana unos días a puerta cerrada, para que no te encuentren si te buscan en el trabajo o en la universidad. ¿No te parece buena la idea? Tu largo silencio y tu tono actual me hacen pensar que te estás neurotizando un poco. Además, eso de que no podrás amar nunca de nuevo me parece exagerado. Esa es una capacidad que no debemos perder. ¡Tú misma me lo decías cuando terminaste con el Martín!, ¿no? Y yo he tratado de seguir tus consejos al pie de la letra. Ahora no me dejarás abajo, ¿verdad? Te quiero un chingo.

La utopía del amor, como forma de relación absoluta con el hombre, no está del todo ausente en La Ganara. pero ha perdido su centralidad, convirtiéndola en una utopía a medias, algo así como un albur deseado. Genara y Luisa se tienen la una a la otra en la Realidad del mundo de las computadoras, de los amantes que se acuestan con ellas sin darles muestras de cariño, de la neurosis del trabajo. Entre ellas se dicen que no hay que creerles a los hombres, pero no dejan de hablar de lo mal que se llevan con ellos. Un dejo de esperanza, y por lo tanto una mirada hacia el futuro se vislumbra como salida del matrimonio, de los cuernos, de la anorexia. De hecho, el amor no sexuado entre hermanas no deja de ser amor y entre ellas pueden decirse: “Te empecinaste en convencerme de que la vida es necesaria”. Once años antes, la colombiana Marvel Moreno, en Las brisas llegaban en diciembre (1987), había ya visualizado la fuerza de las mujeres describiéndose a sí mismas: en su prosa extraordinaria había una venganza sexuada contra el (des)orden del hombre dominador, blanco, rico y dueño de sus saberes.

En 1989, María Luisa Puga describía de forma semejante el afecto entre amigas al inicio de la vida individual: juventud y amistad, proyecto y esfuerzo, inconciencia y amor, son binomios indisolubles a los veinte años. En Antonia, sin embargo, la muerte impide el goce pleno de la relación con la amiga, relación que la melancolía de la soledad revive en el recuerdo de la adulta como nostalgia, como frustración: “Teníamos veinte años. Veinte años en punto, qué risa. Lo que uno puede creer y querer a los veinte años. Algo de culpa deben haber tenido los Beatles”, escribe la autora-narradora que desde la primera línea nos previene que su personaje —la amiga— morirá a lo largo de la narración. Asimismo, las relaciones de pareja que los dos personajes centrales tienen cada una con un novio-conviviente, son necesarias para reconstruir un mundo provinciano que después de 1968 se abría a la libertad sentimental, pero son totalmente prescindibles. Un año después, en Las razones del lago, Puga pone en boca de los perros de un pueblo mexicano, su personaje colectivo, la descripción del desamor como costumbre: “Le ponen mucha atención a sus crías los humanos, mucha más que nosotros a las nuestras. Los echamos al mundo y ya. Que sobreviva el que pueda. Hasta hay veces que nos los comemos. Pero lo que los humanos hacen con las suyas es heredarles su infelicidad”.

Ser mujer de alcurnia, en el cuento de Sabina Berman El principio de la civilización (1994), es estar atrapada entre las reglas de la costumbre y la propia conciencia de hembra: crecer destinada al matrimonio y no poderlo realizar con quien se desea. La receptora del relato, la escritora que transcribe la voz de la anciana amante, se sorprende a cada rato de la violenta sinceridad del erotismo ególatra y doloroso, feroz, de la pasión que sobrevive a una historia horrendamente normal —un hijo bastardo y la soledad del matrimonio, una casa que vender y las confesiones a pulso de coñac.

La literatura escrita por mujeres no puede soslayar que en el amor hay entrega y que la entrega casi siempre implica ser para otro u otra. Creo que ahí hay una clave para entender la actual apuesta por la Realidad. El feminismo, aceptado o no por las escritoras, ha desenmascarado que el cuerpo de la mujer ha sido construido ideológicamente por los hombres como un cuerpo para darle algo a ellos. Sobre nuestro cuerpo los hombres han construido su idea de la vida femenina, su idea de nuestros deseos, nuestra sexualidad y del trabajo de nosotras todas. Saber eso es un golpe. Un golpe que no se quiere volver a recibir. Las mujeres decidimos ser para nosotras. Pero el amor que no es entrega, ¿sigue siendo amor?

Entre los ingredientes de este sentimiento complejo que casi sólo conocemos en sus formas literarias, debemos encontrar dosis de por lo menos atención, cuidado, interés, comprensión. Es decir, del tiempo y del esfuerzo que los seres invierten al estar involucrados sentimentalmente. ¿Dónde encontrar el tiempo para cuidarse si no se quiere ser para otros? ¿Desde dónde construir una utopía que implique que el interés por el otro es el único interés por sí misma que se puede históricamente desplegar? Nuestra literatura no nos da respuestas.

La nostalgia por la infancia presente en toda la obra de Hortensia Moreno, ofrece una mirada complaciente hacia las épocas de perfección de la vida. El crecimiento es para la escritora mexicana una apuesta, y el amor interviene en él como el imprescindible dolor que nos permite madurar. En Ideas fijas (1997) parece ofrecer una salida: el diálogo entre un hombre sostenido por el amor —que no pudo corresponder— de muchas mujeres y una mujer segura de que el amor no puede durar. La amistad como cura y la literatura como medio de la propia afirmación: “Al buscar lo sublime, corro el riesgo de que se rían de mí. Corro el riesgo también de que me miren con desprecio”, afirma el protagonista de la novela, un hombre escritor enfrentado al hecho inquietante de la presencia del arte en su vida, deslumbrado ante su potencia arrasadora. No obstante, la identidad es una obsesión para Moreno, aunque sea para afirmar a través de su búsqueda la propia efimeridad. Solo, habiendo derrotado el poder de seducción de la mujer y su deseo de reproducción, el protagonista de Ideas fijas termina diciendo: “Soy un escritor y me sé enfermo de tristeza, soledad y desesperanza”.

Frente a una voluntad semejante, apenas es posible esbozar una sonrisa porque Berta Hiriart en Feliz año nuevo (1994) ironiza sobre la felicidad que el amor provoca, convirtiéndolo en una enfermedad rara, mortal, típica de las parejitas de enamorados, la dementia felix. O porque los personajes de la muy joven Guadalupe Sánchez Nettel se dejan desvestir con una lentitud desesperante, como si el vestido representase las defensas que las mujeres han construido para no ser tocadas y que, contraparte inevitable, les impiden tocar. En Juegos de artificios (1992) un protagonista no sabe cómo formular, a la gente que lo ama, las preguntas que definen todos sus intereses. En su cuarto, “no caben dos personas”.

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