Mié. May 8th, 2024

Pedro Armestre

Somalia sigue siendo uno de los países más azotados por el martillo implacable del terrorismo internacional. El atentado de Somalia que ha dejado cerca de 400 muertos ha convertido a este en uno de los atentados más sangrientos de nuestra historia contemporánea.

La noticia ha sido tan terrible como olvidada por los medios, que apenas han dado importancia a la magnitud de la tragedia. Ni siquiera los más pequeños, más avezados en tratar de hacer llegarnos las noticias que a los más grandes se les escapa. Ante este panorama de olvido y vergüenza, no parece que esté cercano el momento en el que se nos ocurra crear mausoleos en plazas públicas, ni colocar “velitas” por esos muertos. Parece que, por desgracias, son muertos “inferiores” para quienes contemplamos la vida desde este lado del mundo.

El gobierno no consigue dar fin al grupo terrorista Al Shabaab, que de algún modo se ve extendidas sus redes en más de la mitad del país y ejerce un duro control sobre la población, aplicando la Sharia bajo su particular forma de interpretar el islam.

Somalia hace tiempo que alcanzó los once millones de habitantes. Es una cifra que baila dependiendo que quien la use, tampoco se sabe con certeza cuántos somalíes han huido del país por distintas razones, pero se habla de un millón de refugiados en los países vecinos. Solo en el campo de refugiados de Dadaab, en la vecina Kenia, se encuentran casi 400 mil personas.

A la inestabilidad política del país se debe añadir la crítica situación medioambiental derivada de la extrema sequía, que se suma al dramático e incontrolado aumento de la población. El índice de habitantes se ha disparado y ha provocado una presión desmesurada sobre sus recursos naturales: sobre el agua, escasa y sin infraestructuras adecuadas para su almacenamiento, sobre los pastos y sobre la leña y la superficie cultivable. Todo contribuye al avance de las zonas áridas poniendo sobre aviso de la tragedia que parece estar a punto de acontecer.

Para colmo, se han sucedido varias estaciones secas que han provocado una escasez de agua desorbitada, que a su vez ha provocado que se disparase su precio. Tres cuartas partes del ganado, que hace pocos años se mantenía en equilibrio, han desaparecido en muy poco tiempo. Además, la producción de cereales ha descendido un 75 por ciento, lo que ha disparado también el precio de los alimentos que podemos catalogar como los más básicos, imposibilitando a las familias más pobres –que son casi todas– a que puedan acceder a ellos. Las sequías extremas y el fenómeno de la niña, que desvía las lluvias hacia el océano indico, ha provocado tremendas hambrunas en el país en los años 1974, 1980, 2010 y 2012. Si la próxima temporada primaveral de lluvias es escasa, casi con total seguridad la hambruna volverá a hacer mella en el país.

La crisis naturales y bélicas mantienen a la población dependiente de la ayuda internacional y de las remesas enviadas por la diáspora –el abandono de grupos étnicos concretos de su lugar de procedencia–. Dos millones de somalíes viven fuera del país y su estrecha vinculación con la tierra, gracias a los sistemas de clanes y el envío de estas remesas, ha convertido a esa diáspora en un factor clave para comprender la actual situación socio política en la que se ve envuelto Somalia.

Más de la mitad de la población, 6.2 millones de habitantes, necesitan ayuda urgente. Miles de familias se desplazan en desesperados viajes casi nómadas en su propio país, buscando donde asentarse sin la más mínima certeza de poder asegurar la supervivencia. 363.000 niños sufren desnutrición y 71.000 se enfrentan al tipo de hambre más letal; la que se da durante los primeros años de vida.

Mi presencia en el país se centró en documentar los grandes esfuerzos que la organización no gubernamental Save the Children realiza para minimizar el impacto de toda la situación que he descrito anteriormente. La prioridad es rescatar de la muerte a la infancia somalí.

No es sencillo trabajar en un lugar así. Un occidental es un blanco perfecto en un país donde la facción asociada a Al Qaeda campa a sus anchas. Las condiciones de seguridad a las que debes someterte, por indicaciones de la ONG, son tan altas que fotografiar acaba convirtiéndose en casi en una anécdota. El protocolo de seguridad comienza desde el momento en el que volamos hacia el país. Hemos de tomar multitud de aviones hasta llegar a nuestro destino, y los cuatro últimos para trayectos cortos y pesados. En cada aterrizaje debemos abandonar el aparato con todo el equipaje. Abrir mil veces las maletas y mostrar hasta el último cable, el último cargador, todo el equipo fotográfico, las tarjetas de memoria del ordenador, el reloj, la cartera y hasta la piruleta que tu hija te ha metido en el bolsillo para que la recordases en el viaje –como si fuera posible dejar de acordarme de ella…–.

Aquí es donde me siento feliz ante las decisiones que tome respecto al equipo con el que trabajo. Cada vez es menos voluminoso y a cada viaje merma, y con ello se vuelve más ligero y útil. Hoy por hoy llevo mis cámaras en una mochila de 30 litros de montaña y puedo guardar el ordenador, algo de comida y lo que necesite. Antes era la mochila del equipo y ahora es mi mochila. Pueden imaginar hasta qué punto esto agiliza todos los controles a los que hemos de someternos. Desde hace tiempo trato de tomar la costumbre de retirar de la mochila un “cacharrito” a mi vuelta, para que el siguiente viaje sea aún más cómodo si cabe. Tal vez sean los años, o eso dicen algunos, pero ahora trato de no hacer notar que soy fotógrafo y buscar físicamente la fotografía como algo en extensión a mí mismo.

Gran parte de nuestras jornadas en Somalia transcurren entre trayectos por los caminos polvorientos de una sabana donde ya no habita fauna. Quizá, y como mucho, veremos cabras, perritos de las praderas y algún camello. Los grandes mamíferos realizaron su éxodo y se marcharon a las reservas keniatas. Aquí son ya seres mitológicos.

Tantos kilómetros a nuestras espaldas tienen la finalidad de conocer –y dar a conocer– los proyectos de auxilio, las poblaciones en peligro y los campos de refugiados, que son campamentos espontáneos o un grupo de familias nómadas asentadas en el desierto. Con ellos son con los que trabaja Save the Children. Según nos aproximamos a nuestro destino tenemos la premisa es atender al entorno, ser permeables a ese contexto y pasar lo más desapercibido posible para hacer fotografías.

Al llegar, unos policías del gobierno, que se encargan de tu protección, nos dicen que abandonamos el lugar por seguridad. Hay que matizar que estamos viajando rodeados de vehículos con cristales tintados y policías que velan por tu seguridad. Y que, además, se meten en todos los planos y fotos que pueda sacar. Como fotógrafo no puedo dejar de pensar que es un tormento, quizá necesario, sí, pero un tormento, al fin y al cabo. Son buenos chicos, pero siempre, aunque ni ellos ni yo queramos, aparecen en las fotografías. Ese equipo de seguridad forma parte de la policía que el gobierno de la República Federal de Somalia te obliga a contratar para tu propia seguridad personal. Sin ellos, como extranjero, no permiten que viajes por el país.

Este viaje va a ser muy intenso, ya lo presentimos nada más poner el pie en el primer avión. Hay poco tiempo para fotografiar y las jornadas son muy largas y repletas de trayectos y protocolos que no debo, ni puedo eludir. Hay que visitar a líderes comunales, a alcaldes de comunidades –por el hecho de que el convoy pasa por su calle principal–, y hay que sacar tiempo para compartir comidas y refrescos ofrecidos desinteresadamente por estos mismos ciudadanos. En África, la amabilidad es una virtud que desarrollan todos sus habitantes. Con actitudes como ésta me cuestan aceptar que vivo en la zona desarrollada del planeta donde priman las cuestiones banales.
No debemos olvidar que ser fotógrafo es para muchos una profesión solitaria, pero que en estos casos se coordina con un equipo completo para conseguir realizar el trabajo. Este tipo de reportajes son inviables sin esa acción de conjunto.

Mi equipo en Somalia fue brillante. Se esmeraban por conseguir cualquier petición que les hiciera, por peregrina que fuese. Insistí –casi diría que me obcequé– en conseguir la imagen de un camello famélico. Me tiré todo el viaje preguntando e insistiendo: una imagen del animal, que es un ser resistente a este hábitat hostil, nos daría una imagen icónica de la situación. Una mañana nos desviamos de nuestro camino y acabamos junto al camello que tenía todas las características que había visualizado en mi cabeza para aquella imagen. Mi equipo se había esforzado en localizarlo para que yo pudiera fotografiarlo. Así de eficientes fueron. Por cierto, la fotografía no fue para tanto, y esto, además, demuestra que en ocasiones las fotografías están solamente en la cabeza del fotógrafo.

En el hospital de Garowe encontramos a niños pequeños con desnutrición severa. Me llamó la atención uno de ellos, que descansaba con su madre apostado en la esquina de una habitación pequeña. Los ojos casi se le escapan de sus cuencas y es incapaz de sostener por sí mismo la cabeza que con ternura su madre sujeta. Acaba de ser ingresado y aún no ha recibido atención médica. Son situaciones tan dramáticas que mi cámara, aunque solo vaya a estar unos minutos en el lugar, pasa a ser un objeto con prioridad secundaria.

Solicito permiso visual para fotografiar a la madre junto a la pequeña criatura. Acepta con una mirada complaciente y un gesto tan leve que apenas sí es perceptible. Ella es muy joven, sin duda menor de edad. No deseo que nadie pose para mí. Siempre he preferido ponerme en una situación que me otorgue ausencia, que mi presencia sea lo menos pesada posible. Cuando obtengo el permiso para fotografiar, debo medir mis tiempos con paciencia, esperar esa imagen que llevo buscando tanto tiempo y que acabe transmitiendo la crueldad de la situación. Pero sin renunciar a la ternura ni un ápice.

Los médicos de Save the Children se disponen a administrar el primer aporte alimenticio al niño e introducen una sonda por su nariz. Desde ahí, con una jeringuilla, le administran el alimento. El pequeño se encuentra tan débil que sus ojos se quedan en blanco, como si perdiera consciencia de sí mismo. No es complicado imaginar que parece estar muriéndose. Y todo cambia al notar tras la cámara que la muerte está ahí mismo, la muerte de un niño que no puede hacer algo tan básico como es comer. Uno tras otro los niños van siendo alimentados mediante el mismo procedimiento. El servicio médico de la organización tiene tal cantidad de casos, que la única manera de tratar de medrarlos es enseñar a los padres a alimentar a sus propios hijos usando la jeringuilla y poder atender a otros que necesiten de sus expertas manos.

Hay tanta hambre en Somalia que sus habitantes caminan tras unas briznas verdes y cuando las encuentran se sientan a comérselas. El país aparece repleto de campamentos improvisados a ojos extranjeros, y crecen por doquier allí donde las organizaciones de ayuda no llegan. En medio de la sabana puedes encontrar gente viviendo en soledad o en grupos grandes y medianamente organizados. Pero todos tienen en común el mismo desafortunado y vergonzoso factor; que viven en una miseria extrema.

Quienes nos protegen tampoco se sienten cómodos cuando abrimos el vehículo y nos acercamos a conocer a los ciudadanos en sus tristes hogares, los hombres que forman la seguridad que nos acompaña se ponen nerviosos. Relacionarme con ellos supone, para la seguridad, ser un blanco fácil para los miembros de Al Shabaab. Mucha gente prefiere vender su ideología a cambio de poder dar de comer a sus hijos.

Puede ser sencillo criticar estas actitudes, pero cuando el hambre aprieta la política pasa a un segundo plano. Nada importa. Y no es caridad. Es un préstamo a cambio de ideología. Y ese es uno modo que la organización tiene de crecer demasiado efectivo en este lugar. Aquí, antes que cualquier cultivo, crece la desesperanza y el hambre, y quien recoge su fruto lo aprovecha en beneficio propio. En nuestro mundo hacemos exactamente lo mismo con actores distintos. Nada cambia.

Save the Children trabaja en tres zonas en Somalia: Somalilandia, Puntlandia y la zona sur-centro. Trabajamos desde 1951. Cada año, la organización atiende a cerca de 650 mil personas a través de sus programas de salud, nutrición, agua, saneamiento e higiene, seguridad alimentaria, educación y protección de la infancia.

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